Prejuicios:: Teoría estética de Heidegger y Gadamer.

Prejuicios:

7 jun 2008

Teoría estética de Heidegger y Gadamer.

Heidegger examina los conceptos utilizados en las teorías estéticas tradicionales para extraer de ellas una guía que nos permita avanzar en la búsqueda de la esencia de la obra de arte. En dichas propuestas obtenemos una idea común; la afirmación implícita de que la esencia de la pieza artística descansa en el carácter de ser-cosa de la cosa. En este punto, la primera de las teorías nos muestra la noción de cosa como aquello alrededor de lo cual se agrupan las propiedades (color, la forma…). La segunda, sin embargo, la define como unidad de la multiplicidad y, la tercera, propone la materia conformada como criterios de interpretación de la cosa1. Ahora bien, a partir de estos conceptos no podemos más que enredarnos en un laberinto de palabras que amputa cualquier posibilidad de desvelar la esencia del objeto artístico. Y ello se debe a que la pregunta tradicional está mal formulada. En ella se esconde un prejuicio que nos impide progresar; el inherente carácter de cosa de la obra. De tal forma, que la interrogación está condenada a brindar una respuesta deficiente, restringida al nivel óntico. Por ello, hay que reformular el problema. A partir de ahora, la cuestión se centrará en el ser-obra de la obra. Es decir, ya no se pregunta por la coseidad de la obra, sino por su ser. De esta manera, el filosofo alemán, enuncia la obra no como mimesis o copia de un ente, sino como aquello en lo acontece su esencia. Por eso afirma que “en la obra de arte se ha puesto a la obra la verdad de lo ente”. Por otro lado, Heidegger sostiene que existen dos conceptos diferentes que se muestran en una tensión armónica dentro de la obra; mundo y tierra2. El mundo es entendido como la parte de la pieza artística que nos eleva y nos abre otros mundos, que nos presenta un “estado de abertura”, un proyectar sobre las posibilidades del ser. Dicha apertura se produce a partir de la tierra, es decir, de la obra que está físicamente frente a nosotros pero que no puede ser reducida a su materialidad. La tierra muestra el verdadero ser de la piedra, del color, del hierro… que descansa en sí misma y de la cual emerge el mundo. Tierra y mundo están en lucha, y de ésta tensión surge la verdad como dialéctica del desocultamiento y el ocultamiento. Y es precisamente aquí, donde reside el ser-obra de la obra.
Heidegger critica la noción de verdad como adecuación a la realidad exterior y la contrapone a la aletheia. Aletheia significa el desocultamiento de lo ente, mostrar su verdadera esencia. Pero, al mismo tiempo, significa ocultamiento. Y es que el momento del desocultamiento es inseparable al ocultamiento, pues, el lenguaje, que es el medio del desocultamiento, no es un medio estéril, sino que esta dominado por la experiencia del ser-ahí. Dentro de este contexto, la belleza queda enunciada como uno de los modos de presentarse la dialéctica de verdad y no-verdad. .
Asimismo, según el filósofo alemán, la obra, para poder ser obra, necesita de los cuidadores. O, en otros términos, de receptores que penetren o sean envueltos por la lucha dialéctica del desocultamiento que en ella acontece. Gracias a ello, se pondrá de manifiesto lo que obra en la obra de arte; la verdad de lo ente.
Ahora bien, Heidegger asegura que en cuanto más parece cortar la obra todos los vínculos con los hombres, más fácilmente sale a lo abierto la verdad. Lo cual parece guardar ciertos prejuicios hegelianos sobre la muerte del arte romántico por el “exceso de conciencia” del arte moderno. En este sentido, parecería que el arte moderno, lleno de alusiones a lo cotidiano, no es el mejor o el más apropiado para que nos arrastre por el acontecer de la verdad de la obra artística. El temor radica en que dicho arte puede considerarse a simple vista una representación óntica de un determinado ente, y no una expresión ontológico del mismo. Al final de “El origen de la obra de arte”, Heidegger sostiene que “El origen de la obra de arte, esto es, también el origen de los creadores y cuidadores, el Dasein histórico de un pueblo, es el arte”.
La sentencia indicada podría explicarse desde tintes hegelianos. Por eso, cabe preguntarse las diferencias que separan a ambos autores. ¿Acaso no guarda demasiadas similitudes con Hegel como para que Gadamer rescate a su maestro en pro de salvaguardar el valor cognoscitivo del arte moderno? La verdad es que el propio Heidegger no da ninguna respuesta sobre si el arte actual sigue siendo un modo esencial en el que acontece la verdad decisiva para el Dasein histórico. Pero si que deja una puerta abierta, una puerta en claves lingüísticas o hermenéuticas. Pues, para él, el arte debe ser entendido como una dialéctica del desocultamiento en la que acontece la verdad del Dasein histórico, pero esa verdad es un poetizar en donde el texto o la obra no se agotan. Y es precisamente este enfoque lingüístico hermenéutico el que rescata Gadamer. Al contrario que Hegel, Gadamer no concibe la obra artística como un marco cerrado de significado en el cual se asienta el espíritu de una época concreta, sino como un horizonte de sentido siempre abierto a las generaciones venideras. Es decir, logra salvar, al menos en apariencia, la dificultad de la ruptura histórica del arte Occidental, trayendo a colación al propio lenguaje para que éste llene el espacio que separa los conceptos de arte clásico y romántico. Como afirma Gerard Vilar, para Gadamer “leer no es simplemente reconocer un mensaje fijo y objetivo” 3, sino que significa interpretar. Con ello, el interprete, lejos de ser pasivo, comprende el texto en la medida que lo hace suyo, en que se trae consigo a sí mismo. Por tanto, el sujeto que observa la obra no ha de eliminar o reprimir su propia historicidad y los prejuicios que en él se dan, a favor de la objetiva captación del objeto, sino que tendrá que incluirlos como factores positivos de la comprensión. En este sentido, la conciencia histórica pasa a ser un instrumento que determina de antemano nuestra mirada. Pero, el dialogo con otras épocas a través de la obras artísticas es, a la vez, un dialogo con nosotros mismos, es decir, un acto reflexivo. No se trata de penetrar en el espíritu concreto de determinado marco histórico, sino de ver a través de nuestros propios ojos, de nuestro horizonte de sentido y, a partir de ahí, establecer una conversación con ellos desde el presente. Hemos de abandonar toda pretensión objetivista, pues, sólo podemos comprender desde nuestro propio ethos. En este contexto, los conceptos previos o los prejuicios se establecen como un puente lingüístico que nos permite enfrentarnos a la obra;
“la comprensión de la obra de arte es pues el proceso de fusión de esos horizontes supuestamente independientes4”.

De lo dicho se desprende que no podemos extraer de forma imparcial el sentido implícito en una determinada obra; ya que toda interpretación conlleva un cierto cegamiento. Ninguna mirada agota o abraza de forma completa su significado. Y, precisamente esa imposibilidad, es la que abre y enriquece nuestro horizonte de sentido. De esta forma, la teoría de la recepción de la obra de arte entendida como contemplación pasiva es sustituida por la apropiación que el receptor ejerce en la interpretación. Con lo cual, el lector se convierte en coautor de significado. En este punto, cabe destacar la importancia de los receptores y la autosuficiencia de las piezas artísticas. Desde la peculiar comprensión ontológica del lenguaje heideggeriana, Gadamer habilitó positivamente el pre-juicio como instrumento de compresión. Al tiempo, apoyándose en el carácter tradicional de la palabra como elemento histórico en el que se refleja las sensaciones de las generaciones anteriores, consiguió establecer un vínculo entre pasado y presente capaz trazar una línea común del arte, a la vez que excluía las pretensiones absolutistas de Hegel.

“Partiremos primero del principio básico de que, al pensar sobre esta cuestión, tenemos que abarcar tanto el gran arte del pasado y de la tradición como el arte moderno, pues éste no sólo no se contrapone a aquél, sino que ha extraído de él sus propias fuerzas y su impulso”5.

Pero con todo, sólo hemos establecido que existe una dialéctica, o mejor dicho, una fusión de horizontes que permite establecer una relación con el arte clásico. No obstante, queda por saber si el arte moderno es o no un arte sin-verdad.

En su investigación, Gadamer parte del valor etimológico de las palabras arte, bello y estética, pues, como él mismo señala; “la palabra es un anticipo del pensar consumado ya antes que nosotros”6 En la primera indagación, rescata a Platón para definir la obra en términos de uso y, por consiguiente, referida a una comunidad de compresión. Así, la obra, destinada al uso, adquiere su autonomía emancipándose del hacer que la produjo. Pero, al contrario que las artes mecánicas creadas por el hombre como un forjar imitativo y restringido al horizonte de la naturaleza, el arte encierra en sí un espacio reservado al espíritu humano que le permite ser algo más. Por otro lado, el arte comprendido como bellas artes nos lleva, según Gadamer, a preguntarnos qué es lo bello. En busca de una respuesta observamos que la noción de bello guarda cierta relación con lo público, el uso y la costumbre;

“También para nosotros sigue resultando convincente la determinación de lo bello como algo que goza del reconocimiento y de aprobación general”7.

En estos términos, lo bello apunta a la noción platónica de verdad. Por último, el vocablo estética es utilizado por el filósofo de Marburgo para explicar que lo que se pone en juego en lo bello y en el arte no puede ser reducido o atrapado por el concepto. Pero, a su vez, la verdad que acontece en la experiencia estética no puede acotarse a la mera subjetividad. En este contexto, rescata a Kant, quien había tratado ya esta cuestión. Para él, lo bello era una experiencia subjetiva con pretensión de universalidad; una persona no sostenía sencillamente que algo era bello, sino que al mismo tiempo reclamaba que los demás compartieran tal aseveración. También, afirmaba que la experiencia del gusto estético, en tanto que movimiento nivelador, se caracterizaba como “sentido común”.
Con esto quedaba salvada la validez estética que escapaba, así, al puro relativismo o a la mera conceptualización. Ahora bien, podría argüirse que si el gusto es una facultad natural que necesita educación, entonces, el arte quedaría atrapado en su propia época o en sus principios. No obstante, la figura kantiana del genio es traída aquí para superar los posibles problemas planteados por el gusto como elemento comunicativo o compartido. Al tiempo, el genio es definido por su capacidad de romper con las reglas establecidas. De este manera, filosofo de Marburgo se ayuda de la imagen del genio y de la co-genialidad del receptor para introducir un nuevo concepto; el de juego. Para Gadamer, entre ambos individuos y la obra, existe un juego libre. Dicha afirmación no deja de ser kantiana, no obstante, Gadamer la reformula en términos antropológicos para introducirla en un nuevo tejido capaz de dar respuesta al problema de la unidad del arte occidental. El juego es un automovimiento carente de fines en donde se muestra la estructura de lo vivo. Ahora bien, lo característico del juego humano es que en él participa la razón, la cual aspira a alcanzar o a burlar los fines que ella misma se impone. Pese a ello, no debe comprenderse como un juego que el hombre crea, sino como un juego del propio lenguaje en donde es el propio juego quien juega8. En este sentido, tanto el que juega como el que observa participan en el mismo. El espectador pasa, por tanto, de un mero contemplar a constituirse como co-jugador. Aplicado a la actividad artística, el receptor ostentaría el rango de co-autor de la obra.
Anulada la distancia entre audiencia y producto artístico, podría pensarse que hay que renunciar a la unidad de la obra; si cada lector es, a la vez, co-productor, entonces, la obra desaparecería en pro de la liberad interpretativa. Sin embargo, esta es, según Gadamer, una tesis completamente errada. Pues, cualquier obra que realmente sea tal, posee una unidad hermenéutica a la cual toda interpretación debe remitirse; lo que evita caer en filosofías relativistas.
Tradicionalmente, se había definido la unidad de la obra de arte en términos de perdurabilidad. Consecuentemente, las efímeras obras de la modernidad quedaban fuera de cualquier determinación verdaderamente artística. No obstante, dicha tesis queda superada con la noción de unidad hermenéutica; que queda definida como aquello a partir de lo cual podemos aplicar nuestra compresión. Asimismo, se consigue ensamblar el marcado carácter temporal de la modernidad con la eternidad del arte clásico. No se trata simplemente de algo físico, conceptual o intencional desde lo que obtener una experiencia estética, sino de comprender lo que esta en juego; del acontecer lingüístico de la verdad.
Así, pues, tenemos por un lado, la actividad del espectador como un ejercicio activo y propio de compresión e interpretación y, por otro lado, la unidad de sentido inmanente a la obra de arte. Consecuentemente, podemos concebir la multiplicidad de lecturas de una misma obra sin caer en un subjetivismo puro. Y es que, siempre hay un espacio que rellenar, espacio que en todo momento queda referido a una determinada identidad hermenéutica. De este modo, Gadamer logra aunar bajo la noción de unidad hermenéutica la definición tradicional y moderna de lo que es o debe ser una obra; “La identidad de la obra no está garantizada por una determinación clásica o formalista cualquiera, sino que se hace efectiva por el modo en que nos hacemos cargo de la construcción de la obra misma como tarea” 9.
Desde este tejido argumental, la experiencia estética se enuncia como “la no distinción entre el modo particular en que una obra se interpreta y la identidad misma que hay detrás de la obra” 10.
O lo que es lo mismo, la interpretación como reflexión de apropiación constructiva de la obra a partir de la unidad hermenéutica es lo que posibilita la experiencia estética. Es verdad que se trata de una tesis claramente kantiana análoga al juego mutuo de de entendimiento e imaginación. No obstante, una vez más, Gadamer lo lleva un paso más allá. Para él, la antedicha aseveración es también aplicable al exceso de conciencia del arte moderno.
Desde el pensamiento clásico se había entendido el símbolo como algo que nos remitía a otra cosa experimentable o nombrable de forma inmediata. Esta alocución de lo simbólico dejaba fuera de sí cualquier carácter artístico. A partir de estas connotaciones, el arte moderno parecía una mala guía en busca de la experiencia de lo bello. No obstante, para Gadamer esta conclusión es errónea. Por lo que propone una definición de símbolo capaz de encumbrar lo bello en el arte. En este sentido, describe la experiencia simbólica como aquello en donde lo particular “…se representa como un fragmento de ser que promete completar en un todo integro al que se corresponda con él” 11. En otros términos, Gadamer define, desde tintes goethianos, lo simbólico como una especie de existencial en el que se re-conoce el ser.
Además, la significatividad de lo bello y del arte no reside simplemente en lo concreto de una obra, sino en el poder experimentar la posición ontológica del hombre en el mundo y, por tanto, de comprender su finitud12.

En este punto, cabe hacer una breve recapitulación de la inmanencia del sentido en la obra de arte y su autonomía; Para filósofo de Marburgo las interpretaciones nunca agotan ni abarca de forma acabada el significado de la obra. No obstante, hemos de evitar concebir dicha sentencia desde una contaminación idealista. Pues, no se trata de retomar la noción hegeliana de la Idea sensibilizada, sino de subrayar el valor artístico por encima de la mera conceptualización. En este modo, como Gadamer ya había apuntado, lo que acontece en la pieza artística no puede ser atrapado mediante la abstracción. Sólo porque dicha experiencia es la experiencia de pertenecer nosotros y la obra a la estructura lingüística en donde se representarse el ser, el arte se erige como verdad.

Por último, Gadamer explica que el artista moderno ya no habla desde el lenguaje del ethos, sino que busca desde su aislamiento un lenguaje más íntimo con el que crear su propia comunidad. No obstante, en dicha pretensión hay una voluntad de expansión y reconocimiento de todos; de verdad universal. Desde este entramado argumental, introduce el término de fiesta como elemento creador de comunidad en un sentido más complejo. Es aquello que nos une a todos, que nos identifica. Al igual que el arte, la fiesta solo está referida a aquellos que participan de ella. Es un romper con lo cotidiano y un demorarse que logra retener la permanencia de lo efímero desde una formulación propia. Es una actividad intencional que nos une a todos y que se establece en la atemporalidad de un tiempo propio, inmensurable. Nos envuelve en la simultaneidad de presente y pasado; por tanto, fiesta y arte se configura como un re-conocer que capta la permanencia en lo fugitivo.






Picasso a través de los conceptos heideggerianos y gadamerianos;


En las obras picasianas podemos encontrar la esencia del arte moderno; se aleja radicalmente de la tradición – normalmente restringida a la reproducción de las formas naturales- crea un mundo formal libre de todo academicismo y subraya el carácter subjetivo del artista en todos sus trabajos. A todo esto hay que añadir la constante tendencia del genio a la experimentación y a la libertad creativa. Y es precisamente aquí, donde retomaremos las teorías antedichas para explicar una de los cuadros mas conocido de Picasso; Las “Demoiselles d´Avignon”.



Tradición y pasado; fusión de horizontes.



El artista malagueño funda un nuevo lenguaje artístico a parir del tratamiento de las formas tradicionales a las que confiere un ideal pragmático.
Lejos de un arte puramente abstracto, elabora una interpretación personal de la mimesis. No desprecia la realidad, sino su expresión naturalista. Es decir, funda un estilo visual y formal diferente a través del cual enuncia lo existente, lo cotidiano. Pero este lenguaje no es un a priori; todo lo contrario, se funda en la propia tradición de la que deniega. En las “Demoiselles d´Avignon” el autor retorna a una concepción particular de la naturaleza en la que rescata lo primitivo. Al tiempo, rompe con la limitada y restringida noción de la imagen realista y abre un nuevo camino donde el receptor no es un sujeto meramente pasivo; ahora la audiencia debe realizar un proceso de síntesis de la totalidad pictórica. Lo que hay en el lienzo no es una simple copia de lo exterior (realismo), ni una exposición subjetiva del pintor sobre un determinado objeto (impresionismo), lo que hay es una combinación de perspectivas que se fusiona con el entorno y que sitúa al que la contempla como co-participe o co-autor de lo observado. Además, las formas geométricas trazadas en la tela invaden las composiciones y, mientras la pintura se ha liberado del yugo de la tradicional visión monocular, se sigue partiendo de la observación de la realidad. El color no aporta indicaciones suplementarias pero, a su vez, se quiere redescubrir el desnudo clásico rompiendo, no obstante, con sus convenciones.

Por tanto, por un lado, tenemos una reforma de la mimesis que amenaza con autodestruirse en términos de una nueva conceptualización y, por otro, la creación de una nueva mirada que supera la pasividad clásica y obliga al receptor a ser activo. Ahora bien, ¿Que papel juega la teoría gadameriana en este contexto? Creo que si aplicamos la noción de comprensión e interpretación como estructuras lingüísticas del entendimiento a la dialéctica picasiana entre tradición e innovación tendremos una respuesta favorable. Es decir, tanto la creación, como la contemplación de la obra de arte, son productos de la compresión; la primera es un nuevo proyecto que nace del sustrato lingüístico previo, asimismo, la segunda se configura a través de la apropiación que el destinatario ejerce sobre el sentido implícito en la obra. En este sentido, el artista hace brotar algo que, a su modo, esta ahí13. De forma análoga, quien observa el cuadro tiene que actualizar o traducir el sentido a su propio lenguaje. De este modo, podemos decir que la obra artística nos invita a la conversación, siendo ella misma un producto dialéctico; pues, mirada y obra están lingüísticamente estructurados. Entonces, se puede afirmar que las Demoiselles d´Avignon es el fruto de un conversación con el pasado.
Así, las críticas cubistas de Picasso a las formas tradicionales, no es una simple ruptura, sino también y, sobre todo, un dialogar; un puente gadameriano que, sustentado en el lenguaje, nos permite establecer un hilo conductor a lo largo de todo el arte occidental. Pero la posibilidad de comunicación entre las diferentes épocas no es un elemento construido con tintes eruditos, dicha capacidad se encuentra en todos nosotros en tanto individuos lingüísticamente históricos. La fusión de horizontes es, pues, definida como la posibilidad de acceder al pasado a través de nuestro horizonte de sentido, de nuestro lenguaje propio. De poner de relieve y comprender la tensión existente entre la obra y mí presente. De ser concientes la distancia que nos separa de la obra y de re-conocernos en ella. No se trata de buscar interpretaciones que nos explique de forma imparcial el horizonte de sentido implícito en el cuadro, sino de comprender que a partir de él cabe hacer nuevas interpretaciones, las cuales abren y enriquecen nuestro propio horizonte de sentido. De lo expuesto se desprende, que las Demoiselles d´Avignon no es un mero análisis sintáctico- pictórico, sino una puerta al ser.


Autonomía de la obra, sentido, cuidadores y participación.



Según Gadamer la obra cobra autonomía respecto al momento en la que fue realizado; es decir, respecto a su horizonte de sentido. Se sitúa ante sí misma libre, sin ataduras históricas que la determinen de manera completa. Y es que ninguna mirada, ni ninguna interpretación, agotan el sentido de la pieza artística. De este modo, las “Demoiselles d´Avignon” no es un cuadro en el que se refleje el contenido objetivo que Picasso quiso imprimir en él. Como el propio autor decía; las obras tienen el significado que se les quiera dar. Asimismo, las “Demoiselles d´Avignon” es algo más que un lenguaje formal que intenta mostrar la mínima cantidad posible de imitación para que pueda ser comprendida como representación. No es sólo una obra de gran importancia técnica-creativa, sino que, sobre todo, es un cuadro donde acontece la verdad; es un poetizar del ser. No se trata únicamente de una cuestión de reconocimiento de las cualidades estéticas, sino de sentirse alcanzado por su sentido y verse involucrado en él. En ella podemos demorarnos y tener la experiencia antológica de la existencia. Por ello, la pieza ni es, ni debe ser, un producto restringido al marco de su elaboración. De tal modo, que cuando la admiramos, no comprenderemos su autentico valor si sólo vemos un cuadro reformador embutido en una época histórica especifica. De lo que se trata, es de experimentar la finitud de nuestra vida, de reconocer la permanencia de lo fugitivo, de apreciar la estructura lingüística del ser, de ir más allá de lo conceptualizable o de lo concreto. Debemos romper con nuestro alrededor en un espacio fuera del tiempo en donde nos reconocernos a nosotros mismos en nuestra estructura lingüística. Y para eso, no debemos tener en cuenta la génesis de la obra, sino saber demorarnos en ella. De apropiarnos del objeto artístico y participar del automovimiento sin final en donde se autorepresenta el ser viviente.; hemos de comprender nuestra propia existencia. Ahora bien, el sentido de la pieza no puede ser desvirtuado desde una mirada relativista, pues, a él, deben quedar referidas todas las interpretaciones pertinentes. Por ende, las Demoiselles d´Avignon es una obra de arte en tanto que en ella podemos experimentar el significado existencial de lo vivo, apartándonos de la temporalidad y de cualquier elemento que nos ate al mundo, para poder, así, elevarnos hasta nosotros mismos, hasta lo universal de lo existente. Lo que está en juego en la obra no se puede describir, ni atrapar, sólo se puede experimentar.
Pero quizás esto resulte más evidente en otra de las grandes obras del maestro malagueño; el Guernica.

1937. Óleo sobre lienzo. 349 x 777 cms. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Madrid.





El Guernica es para muchos estudiosos la pieza de Picasso más imbricada a su contexto de elaboración. Pintada para el Pabellón de España en la Exposición Internacional celebrada en París en 1937, fue creado para poner de manifiesto la injusticia y la barbarie del bombardeo de Guernica. Los motivos de la masacre fueron de índole ejemplarizante y experimental, se utilizaron bombas incendiarias y poderosos explosivos, sólo quedaron indemnes el 10 por ciento de los edificios y el número de muertos nunca se calculó.
Ahora bien, el cuadro no sólo expresa el sentir de un pueblo destrozado, ni se restringe al desgraciado acontecimiento, sino que es, además, y en primer lugar, la enunciación de la guerra en sí; de las atrocidades que el hombre es capaz de llevar a cabo, de la brutalidad implícita en los conflictos bélicos… Es, en definitiva, la puerta a la experiencia universal del dolor y del ser. Aunque embutida en un miserable momento histórico, el lienzo se erige por encima de su época para mostrar el aspecto universal de la guerra, pero también y, a la vez, de la vida; del existir. Tanto para la generación que presenció el suceso como para las generaciones venideras que no han sufrido una tragedia similar, de lo que se trata es de apropiarte de la pieza artística y actualizar su sentido a través del lenguaje que nos es propio; de autocomprenderse. No importa el tiempo que pase, ni las nuevas miradas que se configuren a través de la historia, al final todos tenemos la posibilidad de penetrar – cada uno desde su horizonte de sentido- en la esencia lingüística en donde vive el ser. Los fantasmas q vuelan, el clásico toro ahora desvirtuado, los trozos de los cuerpos mutilados, no hacen referencia a una masacre concreta, sino que se refiere a la guerra en mayúscula. En ella, acontece la verdad como un existencial que no puede ser fijado; es un poetizar De esta manera, el cuadro no sólo cobra autonomía con respecto al tiempo que la vio nacer, sino también respecto a la intención de su autor; el Guernica no expresa las palabras de Picasso; el Guernica expresa las palabras de la guerra, del ser.




Notas:


1. Esta noción aristotélica de materia y forma también es criticada por Hegel por estar carente de un significado espiritual o simbólico.

2. Lo cual recuerda mucho a la noción de forma y contenido o particular y universal hegelianos.


3. Hans Georg, Gadamer, Arte y verdad de la palabra; prólogo de Gerard Vilar, Barcelona, Paidós, 1998, pp. 25.

4. Historia de las ideas estéticas y las teorías contemporáneas vII, Madrid, Visor, 1996, pp.178.


5. Hans Georg, Gadamer; La actualidad de lo bello; el arte como juego, símbolo y fiesta, Barcelona, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1991, pp. 41.

6. Ibidem, pág. 46.

7. Ibidem, pág. 50.


8. Véase Hans Georg, Gadamer; Estética y hermenéutica; introducción de Ángel Gabilondo; traducción de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 129-137.

9. Hans Georg, Gadamer; La actualidad de lo bello; el arte como juego, símbolo y fiesta, Barcelona, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1991, pp.77.


10. Ibidem, pág. 79.

11. Ibidem, pág. 85.


12. Véase Hans Georg, Gadamer; La actualidad de lo bello; el arte como juego, símbolo y fiesta, Barcelona, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1991, pp.85-88.

13. Hans Georg, Gadamer; Estética y hermenéutica; introducción de Ángel Gabilondo; traducción de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 30.

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