Prejuicios:: LA COMPRESIÓN E INTERPRETACIÓN EN GADAMER

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14 jul 2008

LA COMPRESIÓN E INTERPRETACIÓN EN GADAMER

Discípulo de Heidegger, Gadamer es considerado el padre de la hermenéutica filosófica. Publica su obra magna, Verdad y método, en 1960. Desde influencias neokantianas y fenomenológicas desarrolla sus investigaciones hacia el estudio de las condiciones de posibilidad de la interpretación y compresión. Su pretensión principal es legitimar las ciencias del espíritu frente a las ciencias naturales o a las teorías relativistas del siglo XX. A partir de la presente publicación, Gadamer intenta exponer el fenómeno de la compresión a través del análisis de las estructuras que intervienen tanto en el diálogo como en la traducción.
En este sentido, considera que una conversación debe ser entendida como un juego en el cual los distintos dialogantes participan. Un juego autónomo que posee sus propias reglas y que, lejos de estar determinado por los interlocutores, se constituye en su propio automovimiento. En este contexto, la compresión ha de definirse en términos de apropiación. Es decir, no se trata de penetrar en la psique del emisor para de este modo apresar el significado de sus palabras sin desfigurar su pretensión comunicativa, sino de interpretar lo que se ha dicho. Por eso, Gadamer afirma que todo acto de compresión es ya una interpretación. Ahora bien, en la conversación, al contrario de lo que ocurre al enfrentarnos a un texto, lo que se busca es llegar a un acuerdo. Las personas involucradas en un dialogo discuten con el fin de llegar a identificar de una manera mas o menos precisa el objeto en cuestión. O dicho de otro modo, emprenden una investigación conjunta para convenir la significación de una determinada cosa. No obstante, en los casos de obras escritas, la situación es algo diferente. Según el filósofo de Marburgo, son en ellos donde se produce un giro propiamente hermenéutico1. Si bien en un coloquio hay una distancia entre ambos partícipes, ésta queda superada desde una cierta correalización; contrariamente, la literalita de los textos permiten acentuar dicha brecha, subrayando así la tarea hermenéutica. De lo que se trata, es de poner de manifiesto el inexorable carácter interpretativo que está implícito en la compresión.
Desde el idealismo hegeliano se sostenía que el sujeto histórico era capaz de entender al otro inmiscuyéndose en su individualidad. Con ello se lograba la deseada imparcialidad del exegeta. No obstante, con esta afirmación se destruye la labor hermenéutica gadameriana, pues, en ella, se recalca precisamente el cegamiento parcial que debe asumir todo intérprete. Y es que traducir significa “[…] decir con claridad las cosas tal como él (el interprete) las entiende2”. Es decir, no podemos superar idealistamente la falla que existe entre el texto y el traductor, pues ello seria negar nuestro presente, nuestro horizonte de sentido. Por lo tanto, debemos renunciar a cualquier mito de objetividad absoluta; sólo podemos aspirar a dotar de contenido al sentido literal a partir de nuestro propio lenguaje. Ahora bien, esto no quiere decir que se prescinda de lo que el autor pretendía expresar en favor de una excesiva subjetividad del intérprete. Pues, de lo que se trata, es que el traductor asuma la responsabilidad de trasladar el sentido de la obra a nuestro presente pero remitiéndose y fundándose en el tema propuesto por el libro;
Todo comprender es interpretar, y toda interpretación se desarrolla en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio de su intérprete3.

De esta manera, se produce una fusión de horizontes en donde el exegeta asume su compromiso interpretativo. En este contexto los conceptos previos o los prejuicios del historiador se establecen como un puente lingüístico que le permite enfrentarse al texto. Es en este momento cuando el contenido habla nuestro propio lenguaje. Así la escritura queda emancipada de tejido histórico en el que fue creada para reafirmar su autonomía a través de las distintas disquisiciones. Pero lo que se gana en ellas no son nuevos sentidos, pues, en toda “… compresión está contenida potencialmente la interpretación…”4. Este pasaje es especialmente importante en su aspecto más metafísico. Gadamer había afirmado que todo lenguaje debe ser definido principalmente a través de su uso y no en términos sintácticos. Esta fue la discrepancia fundamental respecto a la teoría lingüística de Humboldt que, por otro lado, fue una fuente importante de inspiración para el filósofo de Marburgo. Ahora bien, dicha aseveración parece mantener una extraña relación con lo que Wittgestein llamara mundos de la vida. Es decir, si el lenguaje está determinado por su uso, hasta el punto de plantear serios problemas al paradigma de la traducción, es confuso afirmar, a su vez, que la interpretación no cambia en absoluto el sentido. De lo dicho se deduce que, por un lado, el sentido que se pone en juego en un texto es atemporal y, por otro, que el lenguaje debe enmarcarse dentro de una determinado ethos en el que cobra significado. Desde este tejido argumental, cabe preguntarse hasta que punto ambas sentencias son compatibles. Sin embargo, dejaremos ésta cuestión para más adelante. Ahora conviene retomar la identificación gadameriana entre comprensión e interpretación. Para él ambas están inexorablemente imbricadas. Asimismo, defiende que la comprensión es, en todo su ser, lingüístico. Consecuentemente, unifica razón y lenguaje. Podría impugnarse al respecto que a veces tenemos la sensación de que no podemos expresar con palabras lo que realmente pensamos. No obstante, Gadamer expone que esto no ha de entenderse como una critica a dicha relación, sino a ciertos esquemas lingüísticos constrictivos producidos por la sociedad. La comprobación de lo expresado se muestra en el hecho de que toda superación es a su vez ligüística. Esta unidad de pensar y hablar es una estructura universal que logra que cualquier tradición escrita pueda ser entendida5. En este punto, el filósofo alemán, hace un recorrido etimológico de la palabra lenguaje para ilustrar a través de la teoría platónica y cristiana medieval su propia concepción lingüística.
Para Platón el lenguaje no era en sí mismo portador de ninguna verdad absoluta, sino todo lo contrario. El lenguaje se presentaba como un instrumento peligroso que podía emplearse a favor de la argumentación sofística. Para Aristocles, la razón era independiente y solo se valía del lenguaje como un vehículo, el cual hemos de abandonar para contemplar las Formas. De esta manera, la cosa en sí es exclusivamente accesible desde el puro pensar. Y es que, precisamente, como se afirma en el Cratilo, para alcanzar un verdadero conocimiento hay que dirigir las miradas a las esencias y liberarse de las ambigüedades y contradicciones del lenguaje cotidiano. No cabe indagar a partir de los nombres, sino de las cosas. Y, aunque tanto los nombres como las cosas son imágenes, ambas se diferencian entre sí; mientras las primeras son artificiosas creaciones humanas, las segundas son imágenes naturales. Trazado el camino, Platón extrae la necesidad de crear un lenguaje ideal depurado términos inapropiados que sirva como verdadero medio de conocimiento. Posteriormente, Leibniz rescatará este ideal en su proyecto de implantar un simbolismo matemático que evite las contingencias de las lenguas históricas, así como sus indeterminaciones conceptuales. Para él, debajo de la diversidad de las lenguas humanas se esconde una unidad subyacente que responde, a su vez, a la existencia de unas leyes universales en la representación de la realidad por el pensamiento y del ordo naturales. Desde una visión claramente racionalista, pretende crear un lenguaje capaz de dar expresión a la mathesis universales; si la realidad tiene una estructura determinada, este orden ha de poder reflejarse en una lengua pura6.
Gadamer se opone radicalmente a la pretensión de Leibniz de crear una lingua universalis, puesto que no podemos entender el lenguaje como constructo a priori, sino como el marco en el que se representa el ser; como su morada. No obstante, trae a colación la tesis racionalista para superar la concepción lingüística como mero signo. Aunque errada, dicha teoría muestra la posibilidades cognoscitivas del lenguaje; en realidad este ideal hace patente que el lenguaje es algo más que un mero sistema de signos para designar el conjunto de lo objetivo7.
Para avanzar en su investigación, Gadamer dirige su mirada al problema cristiano de la trinidad. La escolástica ya se había planteado el problema a través de la relación humana de hablar y pensar. En este punto, el filósofo de Marburgo, rescata la creencia de que Dios Padre se encarna en Dios hijo y se nos hace presente en forma humana, sin por ello perder su divinidad ni reducirla, para trazar la identificación entre pensamiento y lenguaje. Así como el nacimiento del Hijo a partir del Padre, no se muestra como un consumirse del primero, el intelecto no pierde nada de suyo en el lenguaje. Pero tampoco se trata de una transformación, sino de un surgir. De esta manera, la escolástica comprende la palabra como una copia auténtica de la trinidad. Sin embargo, para terminar de ubicar la indagación hacia los senderos deseados, Gadamer recurre a santo Tomas de Aquino y, posteriormente, a Humboldt. Del primero extrae tres sentencias. La primera apunta a que la palabra es un fiel reflejo de la cosa. La segunda muestra que, si bien la palabra reproduce de forma perfecta aquello a lo que se refiere el espíritu, éste, no obstante, es imperfecto. Y, por último, recoge la imposibilidad del pensamiento humano de abrazar o contener en sí la cosa. De lo cual se desprende la afirmación de infinitud del espíritu humano, a la vez que se cierra cualquier pretensión cognoscitiva absolutista. Al tiempo que resuelve la unidad interna de pensar y decirse no como un acto reflexivo, sino como la íntima unidad en donde se lleva a cabo el conocimiento. Por otro lado, Gadamer también solventa gracias a la identidad trinitaria la cuestión de la multiplicidad lingüística humana; siendo la palabra divina una, la imperfección del espíritu humano justifica la multiplicidad que, pese a todo, siempre se sitúa en una relación dialéctica con la palabra de Dios. De la misma forma, el profesor de Heidelberg, desarrolla su teoría lingüística hasta llegar a la equiparación entre lenguaje y mundo. La mencionada caracterización puede entenderse como consecuencia de la unidad de pensamiento y lenguaje. En este sentido, se apoya en la sentencia de Humboldt que afirma que el lenguaje, lejos de ser un simple objeto de estudio, se convierte en un elemento estructurador de lo que es el hombre; la comprensión que el hombre alcanza del mundo y de sí mismo no puede hacerse sino por medio del lenguaje8. En esta misma línea, el lingüista alemán, había referido el significado de las distintas lenguas a la peculiaridad espiritual de cada nación; por tanto, el aprendizaje de una lengua extranjera quedaba determinado al acceso a una nueva acepción del mundo. Ahora bien, para Humboldt cabía remarcar la importancia de no trasladar nuestro propio horizonte de significado a las lenguas extrañas. Sin embargo, para Gadamer, ésta no sólo era una tarea errada, sino también imposible. Pues, ello, representaría, por un lado, desprendernos de nosotros mismos y, por otro, transformar la lengua en cuestión en un objeto. Además, el formalismo de Humboldt representaba una restricción del significado en términos de usos; por todo ello, Gadamer le critica la pretensión de querer alcanzar una comprensión pura y perfecta; pero, sobre todo, el haber limitado el nexo de lenguaje y pensamiento a aspectos formalistas.

Para tomar realmente conciencia de lo que representa la mencionada unión para la hermenéutica filosófica, Gadamer expone la radical discrepancia que existe entre los conceptos de entorno y mundo. Si bien, el primero es habitualmente definido como el medio en el que uno vive, aquí cobra un nuevo sentido; como la imposibilidad de poseer o tener lenguaje. El hombre, en oposición a los demás seres vivos, se caracteriza por disfrutar de libertad. En este sentido, es capaz de construir lingüísticamente su mundo. Por el contrario, la noción de entorno apela a la ineludible dependencia respecto al hábitat y, consecuentemente, a la imposibilidad lingüística. Es decir, es justamente por elevarnos por encima de las coerciones que nos sale al encuentro por lo que podemos tener lenguaje y, por ende, mundo. Esto se muestra de forma clara en los animales; podría parecer que algunos animales poseen lenguaje, pero si analizamos más a fondo su comportamiento, observamos que sus acciones responden meramente a instintos o reflejos que, a su vez, son las muestras mas evidentes de sujeciones a la naturaleza. Sólo el hombre está capacitado lingüísticamente porque tiene libertad frente a su entorno. No obstante, esto no quiere decir que lo abandone, sino que adquiere una situación completamente distinta respecto a él. Por otro lado, dicha libertad constituye y justifica la multiplicidad de las distintas lenguas. En cambio, el mundo lingüístico no es ni relativo, ni se establece como una cosa en sí. En cuanto que no podemos tener experiencia del él como un todo, ni comprenderlo como objeto, debemos afirmar la primera imposibilidad. Asimismo, en tanto que el lenguaje está referido a un mundo uno; ni puede circunscribirse a una determinada lengua; ni definirse en términos relativistas. Así, pues,, Gadamer establece la experiencia hermenéutica como un acontecer lingüístico en el que se desarrolla la compresión y la interpretación a partir de la noción de círculo hermenéutico. Termino que obtiene su significado propiamente gadameriano a través de la rehabilitación del concepto de pre-juicio. Desde este contexto, introduce la noción de fusión de horizontes como posibilidad de compresión de otras épocas o culturas. Noción que se instaura como alternativa y respuesta a la pretensión de objetividad de algunas corrientes historicistas.





Algunas reflexiones;

Pese a los intentos de Gadamer de huir de todo aquello que se aparte de una filosofía existencialista, nos da la sensación de que la metafísica tradicional queda de alguna manera coleteando entre las líneas encabezadas por expresiones como esencia, razón, prejuicio, tradición… Igualmente, es significativo el hecho de que recurra al problema de la trinidad cristiana para explicar la coexistencia o la multiplicidad de lenguas sin caer, por ello, en un absoluto relativismo. Sin embargo, esto último tampoco esta acento de inconvenientes; es verdad que Gadamer evita caer en una filosofía subjetivista gracias a una cierta inmanencia del sentido de la obra escrita;
El que intenta comprender un texto tiene también que mantener a distancia algunas cosas, todo lo que intenta hacerse valer como expectativa de sentido desde los propios prejuicios, desde el momento mismo en el que el sentido del texto lo rechaza. No obstante, dicha inmanencia se torna en trascendencia ante la carencia de una enunciación de la verdad como acuerdo. Si la verdad es un acontecer, una dialéctica del desocultamiento, la esencia que subyace en el texto no debe ir más allá de los límites de nuestro horizonte de sentido. El contenido de la obra no puede constituirse como un objeto en sí al que intentamos acceder desde nuestro uso del lenguaje. Si realmente el lenguaje es nuestro, el sentido se debe ajustar a nosotros hasta el límite de perder totalmente su autonomía. Por el contrario, si el sentido literal no ha de estar determinado ni por el autor, ni por el destinatario original, ni tampoco por la total apropiación del destinatario final, su autonomía parece quedar fuera de lo humano. En cierta medida, si admitimos la autonomía de la obra en términos de que ésta no se agota por las interpretaciones, pero tampoco se restringe al ámbito de su creación, ni de forma completa a su recepción, como si se tratara de un objeto fenomenológico husseriano, entonces, tal sentencia parece arrastrar connotaciones de la metafísica tradicional. O dicho de otro modo, si tenemos la esperanza de que el sentido de un texto de hace dos mil quinientos años se mantenga esencialmente inalterable, debemos entenderlo en términos trascendentales.





La critica de Vattimo;


Para Vattimo, aunque Gadamer retoma la identificación heideggeriana entre ser y lenguaje, lo hace desde un enfoque propio que, en última instancia, termina traicionando el carácter crítico implícito en la obra de su maestro. Para él, el filósofo de Marburgo, no sólo disuelve el Dasein en el lenguaje, sino que además lo hace a través de tintes éticos de corte aristotélico. En este sentido, el lenguaje, caracterizado en su aspecto mas concreto como una lengua históricamente determinada, queda referido como un logos vivo. Dicha locución, no sólo abarca la noción griega de la racionalidad de la naturaleza, sino que al mismo tiempo enuncia la concepción hegeliana de la razón en la historia, eso sí, abandonando cualquier rasgo absolutista. De esta manera, toda experiencia histórica del individuo queda circunscrita a un ethos. Esto cobra especial importancia en el ámbito científico. Según Gadamer, la ciencia no tiene un carácter propiamente demostrativo, al menos en un sentido absoluto. Lo que se analiza en ellas no son realidades incontestables, sino observaciones contenidas dentro de ciertos paradigmas que, a su vez, han de ser aceptados. Aceptación que depende del carácter público de las reglas y que, por tanto, quedan sometidas implícitamente a la tradición. En estos términos se niega toda evidencia que provenga de la conciencia, a favor de aquellas suposiciones compartidas por lo que podemos denominar logos-conciencia común. De esta forma se le confiere a la verdad una dimensión claramente externa que se transforma en definitiva en una apología del presente.

Notas:

1. Hans Georg, Gadamer; Verdad y Método, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 463.
2. Idem
3. Ibidem, pág. 467.
4. Ibidem, pág. 478.
5. Véase pág. 483
6. Véase Bustos Guadaño, Eduardo; Filosofía del Lenguaje, Madrid, UNED, 1999, pp.104-110.
7. Hans Georg, Gadamer; Verdad y Método, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 500.
8. Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.
9. Hans Georg, Gadamer; Verdad y Método, Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 557.

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