El papel de la religión en la esfera pública.
3. El papel de la religión en la esfera pública.
3.1 La postura de Ratzinger en la política democrática.
La polémica que abre paso a este párrafo, hunde sus raíces en el debate mantenido el 19 de enero del 2004 en la Académica Católica de Múnich, sobre los fundamentos morales prepolíticos del Estado Liberal, y entronca estas páginas con el interés epistemológico auspiciado en el apartado anterior. La interpelación que resuena de fondo, con ecos cognitivos y a la que Habermas se dedica con gran celo a responder, y a la cual ha consagrado gran parte de su pensamiento tardío52, es el papel que desempeña la religión en las sociedades multiculturales actuales. En su mente está presente la pregunta planteada por Erns-Wolfgang Böcknförde en los siguientes términos;
¿Es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre unas premisas normativas que él mismo no puede garantizar?53
La materia no es banal y penetra certeramente en el mismo seno de la problemática de la fundamentación democrática de la modernidad. Frente a los antecedentes históricos de la Revolución Francesa que marca la salida de la religión como forma de ordenación política, bajo los lemas de liberté, egalité et fraternité, queda la exigencia de establecer y esclarecer cómo se puede fundamentar normativa y motivacionalmente un Estado democrático constitucional desde presupuestos y recursos propios. Ante el deber de los estados a la neutralidad ideológica y teniendo presente el hecho de la pluralidad (Rawls), se hace patente la necesidad de un ejercicio reflexivo que estudie el origen credencial de los principios democráticos, así como su potencial cohesivo. En los términos aportados por Rawls, el liberalismo político obtenía su legitimación de la aceptación racional dialógicamente pertrechada por los destinatarios de las leyes. Principios que suscribe el filósofo alemán y que sirve como punto de inflexión para introducir las ideas políticas de Ratginzer. Este último, no obvia las ventajas que se derivan de la separación de la Iglesia y el Estado, emanadas de la fundamentación autónoma de la moral y el derecho, pero realiza una interpretación de las mismas que parece invertir los postulados.
Para Ratginzer dicha división es ineludible si queremos salvar la libertad; pues, su carencia es sinónimo de opresión y autoritarismo.
“Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca.” 54
Pero ¿Cómo se regula dicha relación? Para el actual Papa, Benedicto XVI, si bien los respectivos marcos de autonomía del Estado y de la Iglesia son diferentes, pretende que este último se erija como control jurídico y moral del poder. Es decir, sostiene que el deber del Estado radica en defender las libertades y los derechos de los que gozan sus ciudadanos. Igualmente, aboga por un análisis ilustrativo de la política actual que estudie las relaciones existentes entre la metafísica, la ética, el Estado y el derecho, y que parta desde puntos de vistas no religiosos. Sin embargo, alega que las democracias europeas pecan de relativistas; pues profesan una anacrónica tolerancia del todo vale que desacredita la libertad y la convierte en libertinaje. Sus patologías residen, según él, en la convicción de que se debe respetar todas las pluralidades de valores que inundan el paisaje social y descartar cualquier juicio sobre su validez; la libertad debe estar sujeta a la verdad y ésta no puede estar sometida a elección. Por eso, busca una fundamentación racional de un derecho, pero también de una moral que pueda ser vinculante estatalmente. En este contexto, califica como avance normativo el que los derechos humanos se articulen como valores que se sustraen al juego de las mayorías o las minorías. Valores que se establecen prima facie a cualquier institución Estatal. No obstante, y puesto que existe muchas culturas que ven en esta carta de derechos un sello etnocéntricamente occidental, hay que dirigirse hacia un consenso normativo universal. Advirtiendo que una interpretación que omita la necesidad de crear una ética política que auxilie normativa y motivacionalmente a las democracias actuales, caerá irremediablemente en un relativismo amoral. Sobre todo ante los nuevos paradigmas a los que nos abocan las biotecnologías.
“[…] el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, […] suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión del control jurídico y ético del poder.” 55
Debido a que las ciencias no permiten generar autorreferencialmente un discurso ético y, en tanto que la inoperatividad moral del positivismo jurídico deja patente la impronta de corregir las patologías propias de las sociedades fuertemente secularizadas, el obispo de Roma sostiene la incuestionable necesidad de fundamentar la legislación del Estado desde fuera. Para él, las democracias dependen en última instancia de fundamentos éticos pre-políticos que son patrimonios históricos de sistemas de verdades morales. Al hilo de lo cual, se hace evidente que las democracias occidentales, en su herencia cultural cristiana, deben fundamentarse en los valores cristianos. En este sentido, la Iglesia sería garante de la libertad; pues si bien es independiente del Estado, sus acciones emplazan a éste a tomar el buen camino y a no caer en totalitarismos ideológicos. Asimismo, dotaría a la tolerancia de una verdad propia que superaría el vacío ético vigente, sin que se menoscabara la libertad de los ciudadanos de otras congregaciones.
“En la situación actual, la exigencia pública como verdad, propia de la fe, no puede perjudicar al pluralismo ni a la tolerancia religiosa del Estado. No se puede deducir, empero, una plena neutralidad del Estado respecto de los valores. El Estado debe reconocer como base de su propia entidad una estructura fundamental de valores cristianamente fundamentados” 56
Desde esta perspectiva, la Iglesia respetaría la autonomía e independencia del Estado, en tanto que simplemente se limitaría a proveer a este último de una verdad moral que le es necesaria. Con ello Ratginzer no pretende fundar una teocracia, ni invalidar la tolerancia política. El cristianismo se limitaría a dotar a la agotada razón ilustrada de una forma de vida histórica ejemplar, a través de la cual erigirse. Evidentemente, no omite el deber de depurar y adaptar dichos valores cristianos dentro de las sociedades multiculturales actuales. Al tiempo que afirma que las democracias europeas deben ser laicas. Sin embargo, reduce el contenido del laicismo al reconocimiento de la libertad de conciencia.
Ante esta amalgama de contradicciones democráticas, añade un protocolo de actuación política de los católicos acorde con su incoherencia liberal. En él suprime la autonomía de sus miembros a favor de la jerarquía eclesiástica; los ciudadanos católicos deben convenir sus acciones, votaciones y elecciones políticas conforme dicta la Verdad y las concepciones del bien que establece la congregación religiosa.
“… la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral. Si el cristiano debe «reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales», también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “ negociables “. 57
Frente a esta falta de autonomía del sujeto, Habermas apela a la no coacción de los ciudadanos mediante imposiciones que apelen exclusivamente a la conciencia religiosa, pues el sujeto de fe debe ser reconocido primordialmente como ciudadano de una comunidad deliberativa que exige una formación discursiva de la opinión proyectada hacia resultados razonables.
Por otro lado, hay que apreciar que al utilizar la noción de relativismo moral, Ratginzer es extremadamente impreciso y lo usa indiscriminadamente para referirse tanto a posiciones de relativismo ético, como iuspositivismo o como de pluralismo moral. En cualquier caso, la supremacía cognitiva que reclama Ratzinger para el cristianismo es, a todas luces, injustificable y antidemocrática. A pesar de defender esta preponderancia a tenor de cierta interpretación histórica del propio desarrollo del cristianismo -al establecer que los fundamentos de legitimación de la autoridad estatal, en su vertiente neutral, proceden de tradiciones éticas como la católica- su incongruencia es obvia. Aunque existen ciertamente valores originariamente cristianos que sustentan virtudes saludables para las democracias contemporáneas, de ello no se deriva su primacía, ni la imposibilidad de desarrollar dichos valores más allá de sus fronteras originarias. Tampoco se infiere cognitivamente la necesidad de fundamentar el Estado constitucional desde sustancias pre-políticas proveniente de éticas religiosas. Pues, como impugna Habermas, el Estado liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación desde recursos auto-referidos; el principio de legitimidad y reprocisidad dan buena cuenta de ello. Otra cosa bien diferente, es propiciar motivacionalmente que los ciudadanos participen activamente de un proceso comunicativo y reflexivo exigente. En este sentido, como apunta el filósofo de Fráncfort en su crítica a Rawls, la consecución de la solidaridad necesita de una socialización incluyente que repartan equitativamente las cargas que han de soportar los miembros creyentes y no creyentes de la comunidad referida. Y es que el ciudadano se nutre de fuentes pre-políticas para desarrollar, desde su propia identidad, un marco deliberativo desde el que establecer un consenso que no se limite a una simple regulación coercitiva, a modo de un estricto modus vivendi. Pero de ello no cabe deducir, como mantiene Ratginzer, que el Estado liberal esté incapacitado para reproducir sus presupuestos motivacionales propios a partir de recursos seculares.
“En efecto, el Estado de derecho constituido democráticamente no sólo garantiza libertades negativas para los miembros de la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos del Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda la colectividad. El vínculo unificador perdido es un proceso en el que se discute, en última instancia, la interpretación correcta de la constitución” 58
Para Habermas, lo que es exigible es activar un discurso que tenga en cuenta cognitivamente las posibilidades y límites tanto de la razón ilustrada como la de la razón religiosa. Y que se oriente a través de procesos de aprendizajes mutuos. Efectivamente, una descarriada secularización por parte de las instituciones puede propiciar la disolución de los lazos de la solidaridad, pero de ello no se puede sacar, como dice este autor, una plusvalía para los defensores de las religiones. Éstas juegan un papel cognitivo substancial y, por eso, deben participar en una concepción amplia de la razón pública que permita depurar las cuestiones morales, desde la polifonía propia de una sociedad pluralista. Pero en ningún caso, la pregunta de Böcknförde debe servir para sembrar la duda sobre la fundamentación del Estado, ni para impugnar pragmáticamente el principio de igualdad, de equidad o el de la diferencia.
Al igual que Ratzinger, Habermas está persuadido de la incapacidad del punto de vista moral asociado al abandono de la epistemología. Por eso, criticaba precisamente la pretensión rawlsiana de edificar una teoría freistehende en el ámbito político; pues conduce a un concepto ineficaz de tolerancia, y hostiga, en la esfera pública, al creyente; desatendiendo, al repartir heterogéneamente las cargas cognitivas, la imparcialidad que presupone para su proyecto. También subraya la necesidad de construir una moral que proporcione dispositivos cognitivos y motivacionales que informen a los procesos políticos y jurídicos; sobre todo, teniendo en cuenta los nuevos acontecimientos producidos en el ámbito de la biociencias. Avances ante los que parece quedar desamparada moralmente la teoría rawlsiana. Pero en lo que está decididamente en contra, con respecto al Cardenal, es en fundamentar metafísicamente una ética de la verdad desde la que orientar a las democracias occidentales; el papel que ha de jugar las religiones en la esfera pública es la de un interlocutor más del debate político. No debe instituirse como un órgano con implicaciones y responsabilidades políticas asociadas al usufructo de la Verdad. Su relevancia la adquiere, por el contrario, desde un pensamiento postmetafísico, por la fuerza histórico-empírica que tienen para formular intuiciones morales. Pues, las sociedades seculares no se pueden permitir, por el bien común, la omisión de una fuente tan importante para la creación de sentido. En este sentido, los posibles contenidos de verdad de las doctrinas religiosas requieren ser verbalizadas desde su propio lenguaje. Pues epistémicamente se corre el riesgo de perder en la traducción valores intrínsecos al propio ejercicio reflexivo y deliberativo.
“La admisión en la esfera público-política de las manifestaciones religiosas que no han sido traducidas no sólo se justifica normativamente porque la estipulación rawlsiana no puede ser exigida razonablemente a aquellos creyentes que no pueden renunciar al uso político de razones presuntamente privadas o apolíticas sin poner en peligro su forma religiosa de vida. También hay razones funcionales que desautorizan una reducción precipitada de la complejidad polifónica” 59
Esto no significa, cuando hablamos de ámbitos estrictamente políticos, que no deban ser traducidas las propuestas religiosas a un lenguaje entendible por todos, sino que dicha traducción debe desarrollarse de forma cooperativa y en vistas a diálogos inclusivos y cognitivamente fructíferos, que propicie un análisis de los límites de la fe y la razón, en su mutua autocomprensión.
“Los contenidos que la razón se apropia mediante la traducción no tienen que perderse para la fe. Sin embargo, a la filosofía que se mantiene agnóstica no le corresponde la tarea de hacer una apología de la fe con medios filosóficos.” 60
La cuestión radica en abastecer a la razón de posibles fuentes de sentido, anclados en las tradicionales formas de vida religiosas. No de otorgarle primacía a éstas, ni de desterrarlas a los márgenes de lo irracional.
3.2 Verdadero vs Razonable.
La primordial e insoslayable divergencia que separan al obispo de Roma de las ideas y posiciones del sociólogo y filósofo alemán es, ante todo, el antitético continente que se deriva de la noción de verdad defendida por cada uno de ellos. Para el primero, la tierra fértil desde la que emana y se fundamenta sus axiomas teóricos es la metafísica de la Verdad. Una verdad escrita con mayúsculas y repleta de tintes absolutos; restringida a unos pocos y monológicamente construida. En el extremo opuesto, Habermas parte de una concepción post-metafísica que toma como hecho ineluctable la incoherencia cognoscitiva de recurrir a las nociones platónicamente cargadas de verdad o bien. Las sociedades modernas, caracterizadas por el factum del pluralismo, desbordan los planteamientos morales universalmente vinculantes asentados en una doctrina global. Por esta razón, tanto Habermas como Rawls, proponen en sus respectivas teorías la obligatoriedad de sustituir lo verdadero por lo razonable. Sin embargo, este dictamen versa sobre la común oposición contemporánea contra los postulados metafísicos, pero a su vez sirve como un punto de partida desde el que cada uno desarrolla sus propias conjeturas. Así, pues, se hace necesario exponer, aunque sea muy breve y sintéticamente, las diferencias existentes entre estos tres autores en relación al concepto de verdad. Dichas diferencias, evidentemente, suponen y proponen indicios capitales para entender mejor sus respectivos pensamientos.
De la noción de Verdad revelada y de las teorías del conocimiento de corte platónico, basados en la dupla sujeto-objeto, se pasa a un cambio de paradigma orquestado, entre otros, por Frege, Russell y Wittgenstein. Desde el enfoque epistémico tradicional, en cuyo eje se erigía al sujeto cognoscente en su capacidad de captar la realidad a través de la razón, se ha pasado a un nuevo escenario intersubjetivo. Ya no cabe pensar en el sabio que penetra en la Verdad o el Bien gracias a su intelecto. Tampoco las huellas de Dios, que según el Aquinante, están impregnadas por todas partes, nos permiten pasar del estado de cosas existentes o de la naturaleza a las leyes o normas que han de guiar nuestra conducta. Y es que no se puede extraer introspectivamente criterios para la objetivación de la experiencia. Pues ya no existe un conocimiento directo de la realidad “desnuda”. La introducción en el giro lingüístico del lenguaje como medio preexistente a nosotros mismos y como campo de análisis de nuestro acceso a un mundo independiente, provoca un cambio rumbo.
De este modo, las aseveraciones solipsistas que engendran expresiones que describen algún estado de cosas o un hecho y toman su pretensión de validez de la constatación de los enunciados con la realidad, quedan desestimadas. La validez intersubjetiva de las creencias inscrita en la concordancia a posteriori de las ideas o en el anclaje ontológico de los juicios verdaderos, quedan igualmente superadas por las explicaciones surgidas de la primacía del lenguaje. Ya no se puede afrontar el estudio epistemológico sin advertir la mediación del lenguaje, sin indicar que partimos de una precompresión lingüística. Con este cambio de paradigma las nociones de razón y verdad adquieren una nueva dimensión crítica con el solipsismo metodológico de la filosofía moderna; ahora la fuente epistémica de autoridad se expresa en la praxis de justificación de una comunidad de lenguaje.
Ahora bien, dentro de los postulados que se derivan de esta nueva perspectiva, hay un considerable abanico de corrientes y pensamientos diferentes. Tal es el caso de Rorty y Habermas. El primero se inscribe en un contextualismo del que el segundo pretende escapar desde una interpretación pragmatista de los actos de habla, pertrechada cognitivamente de una pretensión vinculante universal.
Para Habermas, Rorty convierte su inicial confianza en las promesas metafísicas del bien, en una melancolía antiplatónica que extrae su significación para la vida “sólo de la gravedad de la enfermedad que debe curar”. Es decir, de la crítica a las falsas expectativas de la razón tradicional, pasa a una radical interpretación antirrealista del conocimiento. O dicho de otro modo, de la ampliación pragmática que hace del giro lingüístico, pasa a una constricción contextualista.
Ambos parten de un modelo epistemológico de la comunicación que evidencia que no poseemos un acceso inmediato al mundo, sino que nuestro entendimiento depende siempre de un horizonte de sentido arraigado en una comunidad interpretativa. Asimismo, subrayan el paso de la autoridad epistémica del la primera persona del singular a un nosotros. Pero donde uno y otro se separa, es precisamente en el modo de administrar la noción de verdad desde esas premisas. Si bien el mundo deja de ser algo a representar, la verdad no debe deflagrarse, convertirse simplemente en una especie de elemento coherente con las creencias aceptadas o minimizarse a una cuestión de preferencias. La consecuencia del desplazamiento que propicia la intersubjetividad sobre la objetividad de un mundo construido solipsistamente, no puede conducir a la abolición pragmática de la verdad, en un sentido más o menos fuerte. Deben existir normas que no sólo sean aconsejables cumplir, o que meramente sean vinculantes de forma restringida, sino que adquieran su carácter obligatorio más allá de la propia comunidad en la que se inscribe.
Ratginzer, al igual que el filósofo alemán, considera que la libertad necesita de una enunciación correcta de la verdad. Tanto uno como otro defienden así un antirrelativismo que mantiene y fomenta la obligatoriedad categórica de seguir ciertas normas morales. El entonces Cardenal, afirmaba que
“No existe una opinión política correcta única. Lo relativo -la construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente- no puede ser algo absoluto. […] Pero, con el relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca se convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un individuo o a un grupo el derecho a su dignidad o a la vida correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca pueden ser injustas.” 61
Pero ahí termina su afinidad. Habermas se sitúa así entre Rorty, que habla de la solidaridad ante la imposibilidad de la objetividad que recoge su enfoque antirrealista, y Benedicto XVI. Por un lado, asume el giro lingüístico en su versión pragmática, la cual amplía el horizonte del lenguaje a la acción comunicativa, y por otro lado, sitúa la validez más allá de la justificación; no sólo estable y subraya la distinción entre verdad y aceptación racional, sino que ante la corroboración pragmática de un pluralismo en los juegos del lenguaje, se plantea la verdad en locuciones que deben ser justificadas racionalmente y que están sometidas a una corrección normativa.
Al contrarío que el Pontífice, el filósofo de la escuela de Fráncfort, no relaciona verdad y libertad en la ajustada adecuación y articulación de los valores cristianos, sino en el campo totalmente abierto de la discusión donde fluyen las informaciones y las razones relevantes de los participantes en unas condiciones ideales; o sea, en la autonomía de los agentes y en el pluralismo argumentativo que otorga al discurso, tanto un sentido racional como cognitivo. El discurso presupone una serie de condiciones -libre de coacciones, igual inclusión de todos los sujetos que estén en disposición de escuchar y argüir argumentos, libertad para afirmar, refutar o proponer nuevas temas- pero requiere de una lógica del “mejor argumento” y de una corrección que se desprende de la aceptabilidad idealmente justificada como equivalente de verdad. Y es que no debemos limitarnos a un acuerdo producido sin coerciones, sino que además debemos ampliar el prisma discursivo hasta abarcar unas normas categóricamente obligatorias y universales que den debida cuenta de un “saber” axiológico del que también dependemos socialmente.
“No obstante, al hablar de “resolución” y de “estipulación” se apunta en una dirección equivocada. La opción escéptica de abandonar el juego de lenguaje que es propio de las expectativas morales, los juicios y los autorreproches fundamentados sólo existe en la reflexión filosófica, pero no en la práctica; destruiría la compresión que los sujetos que actúan comunicativamente tienen de sí mismos. […] No somos dueños de decidir si queremos codificar binariamente los juicios morales ni si queremos concebir la corrección como una pretensión de validez análoga a la verdad, pues de otra forma el juego del lenguaje moral no puede mantenerse intacto bajo las condiciones del pensamiento postmetafísico.” 62
En este sentido, se comprende que las propuestas rawlsianas sean criticadas por Habermas ante su abandono cognitivo moral. Y ante el carácter restringido de un debate público que elimina la polifonía epistémicamente ineludible en todo discurso que contenga una pretensión moral de validez universal. Pues, si bien no necesitamos ir más allá de nuestras justificaciones, ancladas en una comunidad de sentido concreta, para fundar comunicativamente un proyecto de un universo moral, debemos ensanchar, empero, los márgenes del discurso hasta transgredir el marco estrictamente mundano. Es decir, debemos construir un discurso intersubjetivo abierto e ideal que parta de la autonomía del individuo y que conceda un carácter cognitivo a las normas morales establecidas. Normas que están continuamente sometidas a corrección. De tal manera, que algo es verdadero si se acepta que está justificado en cualquier contexto y resiste todas las refutaciones posibles.
NOTAS:
52. Libros como El futuro de la naturaleza humana, ¿Hacia una eugenesia liberal?, Entre naturalismo y religión o Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización, dan buena cuenta del interés que el papel de la religión en contextos sociales de hoy despierta en el pensador germano.
53. Habermas, Jürgen, Ratzinger, Joseph, La polémica entre Habermas y Ratzinger, en URL= http://bioetica.com.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=222&Itemid=113 – carece de paginación.
54. Carta encíclica de Benedicto XVI, DEUS CARITAS EST en http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html -carece de paginación.
55 Habermas, Jürgen, Rawls, John, op., cit.
56 Tomado de Díaz-Salazar, Rafael, Democracia laica y religión pública, Taurus, Madrid, 2007. Pp. 107-108.
57 Ratzinger, Joseph, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los católicos en la vida política en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20021124_politica_sp.html -carece de paginación.
compromiso y la conducta de los católicos en la vida política en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20021124_politica_sp.html -carece de paginación.
58 Habermas, Jürgen, Ratzinger, Joseph, op., cit.
59 Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, op., cit. Pp. 138.
60 Ibídem, pp. 151.
61 Ratzinger, Joseph, Situación actual de la fe y la teología, en URL= http://www.corazones.org/doc/fe_teologia_actual_ratz.htm, Guadalajara, Méjico, 1998.
62 Habermas, Jürgen, Verdad y justificación, Trotta, España, 2002. pp. 302-303.
Etiquetas: Artículos
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio