El reto del pluralismo
A modo de introducción.
El “hecho de la pluralidad” (Rawls) se ha convertido en las sociedades contemporáneas en un hecho ineluctable que, en su dimensión conceptual, se ha enunciado como un elemento vertebrador del debate filosófico político moral actual. El paradigma de la conjugación semántica en el ámbito de las diferentes cosmovisiones del mundo que conforman los Estados constitucionales modernos, se presenta como una necesidad autoreflexiva de la que se desprende nuestra concepción de lo “político”. Irremediablemente, este concepto es tan vago e impreciso como fructífero e inabarcables pueden ser las distintas formas de cooperación, organización social y gubernamentales que podemos encontrar en el ámbito del conocimiento referido a dichas actividades, así como las disparidad de configuraciones posibles. En cualquier caso, los mecanismos conceptuales que empleemos para comprender y resolver reflexivamente la aparente paradoja del pluralismo, precisa transversalmente nociones como libertad, justicia o vida buena, entre otras. Por tanto, no se trata de un problema colateral, sino cosustancialmente a la propia definición de las democracias modernas. Al hilo de lo cual, se explica la especial relevancia de un debate que se enuncia de vital importancia en un mundo cada vez más globalizado y plural. En este sentido, nos proponemos aquí la empresa de analizar brevemente las distintas concepciones que han intentado dar una respuesta plausible a esta cuestión. No obstante, y debido a la naturaleza del presente artículo y a los límites de su autor, dicha tarea será llevada a cabo muy sucintamente, para centrarnos principalmente en el debate mantenido en torno a la teoría de la justicia por John Rawls y Jürgen Habermas; y más precisamente a la pugna argumental desarrollada a propósito de la razón publica. En lo que sigue procederemos, en primer lugar, a establecer las posibilidades y los limites de una respuesta teleología a la cuestión antedicha [1]. Posteriormente, hablaremos del constructivismo kantiano como alternativa a las propuestas contextualitas [2]. En este punto, aspiraremos a explicar de forma breve y funcional la teoría de la justicia de Rawls [3] para continuar con las criticas que Habermas vierte sobre el constructo rawlsiano al respecto de la secularización [4].
El “hecho de la pluralidad” (Rawls) se ha convertido en las sociedades contemporáneas en un hecho ineluctable que, en su dimensión conceptual, se ha enunciado como un elemento vertebrador del debate filosófico político moral actual. El paradigma de la conjugación semántica en el ámbito de las diferentes cosmovisiones del mundo que conforman los Estados constitucionales modernos, se presenta como una necesidad autoreflexiva de la que se desprende nuestra concepción de lo “político”. Irremediablemente, este concepto es tan vago e impreciso como fructífero e inabarcables pueden ser las distintas formas de cooperación, organización social y gubernamentales que podemos encontrar en el ámbito del conocimiento referido a dichas actividades, así como las disparidad de configuraciones posibles. En cualquier caso, los mecanismos conceptuales que empleemos para comprender y resolver reflexivamente la aparente paradoja del pluralismo, precisa transversalmente nociones como libertad, justicia o vida buena, entre otras. Por tanto, no se trata de un problema colateral, sino cosustancialmente a la propia definición de las democracias modernas. Al hilo de lo cual, se explica la especial relevancia de un debate que se enuncia de vital importancia en un mundo cada vez más globalizado y plural. En este sentido, nos proponemos aquí la empresa de analizar brevemente las distintas concepciones que han intentado dar una respuesta plausible a esta cuestión. No obstante, y debido a la naturaleza del presente artículo y a los límites de su autor, dicha tarea será llevada a cabo muy sucintamente, para centrarnos principalmente en el debate mantenido en torno a la teoría de la justicia por John Rawls y Jürgen Habermas; y más precisamente a la pugna argumental desarrollada a propósito de la razón publica. En lo que sigue procederemos, en primer lugar, a establecer las posibilidades y los limites de una respuesta teleología a la cuestión antedicha [1]. Posteriormente, hablaremos del constructivismo kantiano como alternativa a las propuestas contextualitas [2]. En este punto, aspiraremos a explicar de forma breve y funcional la teoría de la justicia de Rawls [3] para continuar con las criticas que Habermas vierte sobre el constructo rawlsiano al respecto de la secularización [4].
1.Posibilidades y límites de una respuesta teleologica al pluralismo; entorno a la noción de vida buena.
Evidentemente, dentro de las repuestas teleologicas existe un abanico de divergencias y de matizaciones que escapan a nuestro análisis. Lo que nos interesa en este punto es más bien prestar atención a las conclusiones y a las consecuencias que se derivan de este tipo de acercamiento al problema del pluralismo.
Para autores como Alasdair MacIntyre la posibilidad de llegar a un acuerdo moral que logre dar cabida a las distintas pretensiones valorativas de la razón practica que guían las acciones de los ciudadanos que abrazan diferentes doctrinas religiosas, morales o filosóficas, se presenta como una quimera que ignora el fracaso de los propósitos ilustrados de la razón y que obvia los únicos elementos que comparten los debates morales contemporáneos; su incomensurabilidad conceptual, su falsa pretensión de impersonalidad y su amplia diversidad de orígenes históricos. Es decir, según este filósofo neoaristotélico la dificultad es insalvable si circunscribimos su resolubilidad a la racionalidad abstracta; no existen razones a priori que nos permitan dirimir entre diferentes criterios valorativos y evaluativos. La razón sólo se puede abastecer a sí misma y declararse como elemento selectivo y normativo, cuando se nutre de criterios ya establecidos previamente, a través de los cuales puede discriminar entre diversas opciones. Sin embargo, apriorísticamente, no puede arrojar luz sobre qué valores o virtudes deben prevalecer. Y no lo puede hacer porque los juicios morales no son fácticos y, por tanto, no admiten la cualidad de ser verdaderos o falsos. De esta forma, es quimérico garantizar los acuerdos morales sobre la base de algún método puramente racional. Dicha imposibilidad se debe, según MacIntyre, a que no existe moral en abstracto, sino morales situadas en un tiempo y en una cultura determinada. Por eso, el fracaso del proyecto de justificación de la moral a través de la noción misma de racionalidad, reside en que siempre existe una elección no guiada por criterios. Los primeros principios que rigen la acción moral no dejan de ser esfinges que ante la revelación de su a-racionalidad se destruyen. Ahora bien, para Alasdair la ilapidada validación racional de la modernidad ha configurado el panorama deontológico contemporáneo, cuyo síntoma paradigmático es el subjetivismo emotivista; ante los efectos secularizantes de la racionalidad ilustrada que impugnó a la religión su papel social como agente cohesionador, sin poder al mismo tiempo proveer de un trasfondo compartido que fundamentara el discurso moral, ésta quedó a merced del escepticismo y del relativismo que conformó el actual lenguaje decadente desde el que se originan las diferentes morales existentes.
Consumado el descrédito utópico de realizar una ética objetiva e impersonal, lo moral quedó restringido al espacio privado. Desprovisto de una identidad social propia, el yo adquirió una autonomía cuyo resultado nos recuerda al escenario bíblico de la Torre de Babel tras la turbadora intervención de Yahveh. La identidad del yo se fue construyendo en oposición a su identidad social, volatilizando cualquier condición de posibilidad para un cierto consensus que facilite una actuación cooperativa. Y es que para McIntyre la fundamentación para una base moral pasa inevitablemente por una concepción del individuo unido a un ethos de sesgo comunitario a partir de cual poder sustantivar la noción de telos que ha de guiar el esquema moral a desarrollar; el descalabro de los proyectos éticos o morales modernos y contemporáneos tienen su razón de ser en el rechazo axiomático de cualquier enfoque teleológico.
Desde los conceptos de “practica”, “orden narrativo” y” tradición”, el filosofo y sociólogo inglés nos propone una ética de las virtudes entendida como cualidad que nos permite obtener en su ejercicio los bienes internos a una practica; lo cual contribuye a alcanzar el bien de una vida completa y nos guía en la búsqueda del concepto de bien humano que, necesariamente, ha de elaborarse y poseerse dentro de una tradición social vigente.
Aunque las aportaciones de McIntyre en el ámbito moral son tremendamente valiosas e interesantes, nos detendremos en este punto. Lo que nos interesa subrayar aquí es la preeminencia que dicho autor le concede a la noción de vida buena. Desde su peculiar enfoque, la racionalidad no puede proporcionar criterios validos a la moral. Ésta sólo puede definirse a través del ethos compartido por una determinada comunidad desde la cual dotar de contenido a la noción de vida buena. Noción que se convierte, en su definición particular, en el elemento externo que dota a la razón de criterios valorativos y evaluativos. En este sentido, el comunitarismo logra construir un marco de cooperación social fuertemente cohesionado que, sin embargo, deja tras de sí, tanto los derechos humanos1 como la autonomía moral del individuo, entendida en sentido escrito. Pero, parafraseando a Nietzsche, dicha acción es semejante a aquel médico que recomienda encarecidamente a sus pacientes que se extraigan todos los dientes para que nunca sufran de dolor de muelas. Es decir, la teoría teleologica contextualita de MacIntyre, se presenta como una moral excluyente y contrafáctica incapaz de salir de sus propias fronteras y que atenta contra la esencia misma de lo moral. Excluyente, porque no prevé ningún mecanismo de inclusión del Otro, sino que se limita a la aculturación(2); y contrafáctica porque se muestra antagónica con un cada vez más globalizado y globalizador(3).
Como afirma Habermas, no podemos más que afirmar que “bajo las condiciones de una cultura que seha hecho reflexiva sólo pueden mantenerse aquellas tradiciones y formas de vida que vinculan a sus miembros con tal que se sometan a un examen crítico y dejen a las generaciones futuras la opción de aprender de otras tradiciones o de convertirse a otra cultura y de zarpar hacia otras costas”(4).
De lo dicho hasta ahora se desprende que el comunistarismo en general y, la teoría contextualita de McIntyre, en particular, nos ofrecen la posibilidad de conformar una comunidad moral fuertemente cooperativa que va más allá de un modus vivendi y que consigue superar la decadencia moral emotivita y las apuestas utilitaristas; pero que hecha por tierra la pretensión de universalidad de los derechos humanos, toda autonomía real del individuo e ignora el reconocimiento de la diversidad.
2."Constructivismo kantiano" como alternativa a las propuestas contextualitas; una nueva fundamentación racional de los juicios morales.
En el apartado anterior veíamos como la identidad del individuo se construía a partir de una narración embutida en un contexto específico, definido por finalidades, creencias y situaciones, a partir de las cuales el sujeto se enuncia como agente moral. Para Ernst Tugendhat, esta argumentación toma tintes propios del mundo heroico homérico donde la responsabilidad de los sujetos empieza y termina dentro de los términos establecidos por el rol y la función social que ocupan5. Esto plantea serias dudas sobre las posibilidades efectivas de una teoría desprovista de elementos suficientes para repensar moralmente, por ejemplo, fenómenos como el de Auschwitz6. Y ello se debe, como ya hemos explicado, a la carencia de autonomía del Yo. Sin embargo, desde el “constructivismo kantiano” el planteamiento cambia radicalmente; la persona moral se define como libre e igual y la justificación racional queda validada gracias a la idea del acuerdo público. Esta acuñación hecha por John Rawls en Kantian Constructivism in Moral Theory (1980) pone de manifiesto una nueva alternativa tanto al relativismo subjetivista, como al utilitarismo o al contextualismo. En primer lugar, porque dota de autonomía al individuo y, en segundo lugar, porque a través de una actividad metodologíca consigue alcanzar principios éticos objetivos. No obstante, no se trata de buscar dichos principios epistemologicamente en el mundo real, sino de crear artificialmente desde la razón práctica un método procedimental que garantice a través de un proceso deliberativo, la legitimidad y el compromiso de las partes; que deberán definir los axiomas fundamentales de su asociación. De esta forma, lo moral queda nuevamente unido a la razón por medio de la autonomía y la autodeterminación del sujeto racional y razonable que es capaz de reflexionar sobre los principios normativos a los que se adscribe.
En este contexto, se consigue ofrecer una fundamentación racional de los juicios morales; logro que no ignora que no existen “ningún sentido o índole intrínseca en la realidad de las cosas que pueda servir de guía moral o jurídica a la conducta humana”7, sino que lo presupone y lo solventa al trazar un nuevo punto de partida. Tanto Rawls como Habermas “… intentan plantear una base para el requerimiento de la legitimidad racional moderna: solo son legítimos aquellos principios que pueden ser racionalmente aceptados para todos los ciudadanos a los que han de vincular (Rawls); solo son legítimos aquellas normas (o aquella sociedad) que los ciudadanos en un espacio subjetivo las hayan admitido en un discurso racional (Habermas)”8 En este sentido, ambos autores parten de una misma arena conceptual de corte kantiano que ha sido definida como una disputa de familia. Una disputa que tiene su punto de encuentro y de desencuentro en la interpretación de la libertad kantiana y en el mecanismo metodológico empleado. Por un lado, mientras Rawls acentúa la necesidad de interpretar la libertad en términos de no coacción de los órganos del poder estatal, Habermas reclama más medidas de autogobierno y, por otro, el primero se expresa mediante una razón construccionista y no en locuciones dialógicas9. En todo caso, ambos otorgan preeminencia a la justicia frente a la vida buena. Además, los dos vinculan la moral a la razón en la forma expuesta a lo largo de este párrafo y conciben al sujeto como agente moral autónomo. De tal forma que despeja las dificultades expuesta en el primer apartado sin, al mismo tiempo, caer en las consecuencias contextualistas. En otras palabras, nos encontramos ante unos intelectuales que nos ofrecen unas herramientas conceptuales validas para abordar desde matices universales el hecho ineludible del pluralismo actual.
En el apartado anterior veíamos como la identidad del individuo se construía a partir de una narración embutida en un contexto específico, definido por finalidades, creencias y situaciones, a partir de las cuales el sujeto se enuncia como agente moral. Para Ernst Tugendhat, esta argumentación toma tintes propios del mundo heroico homérico donde la responsabilidad de los sujetos empieza y termina dentro de los términos establecidos por el rol y la función social que ocupan5. Esto plantea serias dudas sobre las posibilidades efectivas de una teoría desprovista de elementos suficientes para repensar moralmente, por ejemplo, fenómenos como el de Auschwitz6. Y ello se debe, como ya hemos explicado, a la carencia de autonomía del Yo. Sin embargo, desde el “constructivismo kantiano” el planteamiento cambia radicalmente; la persona moral se define como libre e igual y la justificación racional queda validada gracias a la idea del acuerdo público. Esta acuñación hecha por John Rawls en Kantian Constructivism in Moral Theory (1980) pone de manifiesto una nueva alternativa tanto al relativismo subjetivista, como al utilitarismo o al contextualismo. En primer lugar, porque dota de autonomía al individuo y, en segundo lugar, porque a través de una actividad metodologíca consigue alcanzar principios éticos objetivos. No obstante, no se trata de buscar dichos principios epistemologicamente en el mundo real, sino de crear artificialmente desde la razón práctica un método procedimental que garantice a través de un proceso deliberativo, la legitimidad y el compromiso de las partes; que deberán definir los axiomas fundamentales de su asociación. De esta forma, lo moral queda nuevamente unido a la razón por medio de la autonomía y la autodeterminación del sujeto racional y razonable que es capaz de reflexionar sobre los principios normativos a los que se adscribe.
En este contexto, se consigue ofrecer una fundamentación racional de los juicios morales; logro que no ignora que no existen “ningún sentido o índole intrínseca en la realidad de las cosas que pueda servir de guía moral o jurídica a la conducta humana”7, sino que lo presupone y lo solventa al trazar un nuevo punto de partida. Tanto Rawls como Habermas “… intentan plantear una base para el requerimiento de la legitimidad racional moderna: solo son legítimos aquellos principios que pueden ser racionalmente aceptados para todos los ciudadanos a los que han de vincular (Rawls); solo son legítimos aquellas normas (o aquella sociedad) que los ciudadanos en un espacio subjetivo las hayan admitido en un discurso racional (Habermas)”8 En este sentido, ambos autores parten de una misma arena conceptual de corte kantiano que ha sido definida como una disputa de familia. Una disputa que tiene su punto de encuentro y de desencuentro en la interpretación de la libertad kantiana y en el mecanismo metodológico empleado. Por un lado, mientras Rawls acentúa la necesidad de interpretar la libertad en términos de no coacción de los órganos del poder estatal, Habermas reclama más medidas de autogobierno y, por otro, el primero se expresa mediante una razón construccionista y no en locuciones dialógicas9. En todo caso, ambos otorgan preeminencia a la justicia frente a la vida buena. Además, los dos vinculan la moral a la razón en la forma expuesta a lo largo de este párrafo y conciben al sujeto como agente moral autónomo. De tal forma que despeja las dificultades expuesta en el primer apartado sin, al mismo tiempo, caer en las consecuencias contextualistas. En otras palabras, nos encontramos ante unos intelectuales que nos ofrecen unas herramientas conceptuales validas para abordar desde matices universales el hecho ineludible del pluralismo actual.
3.La Teoría de la justicia de Rawls.
En su Theory of Justice el filósofo estadounidense dejó claro que el concepto de derecho debe ser prioritario a la noción del bien. Y establece que “… algo es bueno sólo cuando se ajusta a las normas de vida compatibles con los principios del derecho ya existentes”10. Evidentemente, esta afirmación es simétricamente opuesta a las teorías teleológicas: el bien queda supeditado a la esfera de la acción racional del plan de vida de un individuo y se des-sustantiva como noción ordenadora del espacio público-político. Es decir, la vida buena es expresada en Rawls en la “teoría tenue” como una locución subsidiaria a la elaboración de los principios de justicia; sólo tras la enunciación de los apotegmas rectores, el sujeto puede desarrollar la denominada teoría completa del bien 11. Por tanto, se puede deducir que el bien queda descrito como prerrequisito de los términos del mecanismo procedimental equitativo ideado por Rawls. Dicho de otro modo, en una primera etapa, el bien es simplemente utilizado como subterfugio de la teoría de "la justicia como equidad"12.Y ello es así porque ninguna doctrina comprehensiva puede por sí sola ser prerrogativa en la elaboración de los principios de una "sociedad bien ordenada"; es la imparcialidad la que debe definir propiamente a la justicia. En este sentido, el profesor de Harvard aclara que debemos pensar en la Teoría como una concepción estrictamente política de la justicia13.
Lo que está en juego es realmente poder afrontar con garantías "el hecho del pluralismo" consumado en las sociedades actuales. La cuestión que origina los esfuerzos intelectuales de Rawls es ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables? 14 La respuesta radica en buena medida en la concepción del individuo como ser racional y razonable15. Racional en la medida en que cada persona puede elegir sus objetivos y metas particulares; y razonable, en tanto que somos capaces y estamos dispuestos a proponer y aceptar criterios equitativos de cooperación social, siempre que éstos sean iguales para todos16. De esta manera, lo razonable queda unido o relacionado a lo público, mientras lo racional queda referido a la consecución de los fines propios y, por tanto, identificado con el espacio privado o no público17. De esta separación se sigue la posibilidad de realizar la legitimación del orden político. Es decir, de llegar a un acuerdo sobre los principios de justicia que han de reglar y garantizar los principios defendibles por un conjunto de seres racionales en una posición originaria; por un lado, somos capaces de planear nuestros planes de vidas particulares y, por otro, la capacidad de ser razonable nos permite y nos empuja a considerar la preferencia por los bienes primarios ante las diferentes doctrinas compresivas razonables. Aceptar dichos principios, será, como dirá Rawls, reconocer una determinada noción del bien común18. Ahora bien, la deliberación en la posición original debe transportarnos hacia una base de acuerdo de justicia en condiciones equitativas. . Por eso, es necesario que las partes implicadas se conciban como libres e iguales y reflexionen dejando a un lado las contingencias y particularidades de cada una de ellas. Al actuar así, las partes entran dentro de lo que se designa como teoría de la decisión racional: se trata de que a través de un velo de la ignorancia que niega todo conocimiento fáctico, los diferentes individuos, aún cuando se rijan por sus propios intereses, no podrán más que llegar a unos ciertos principios de justicia unánimes. Esta suposición radica en que obviando las posiciones sociales que las partes deliberantes ocuparán en la sociedad bien ordenada, y siendo concientes de la interdependencia de los actores participantes, éstos se aseguraran de erigir principios consensuados que satisfagan a todos. No obstante, las partes han de partir mostrándose conforme a los bienes primarios, que se definen como los derechos y libertades básicos que dan sentido a la existencia en sociedad y que protege los "planes de vida" de las personas19. De esta primera etapa surge la unidad social basada en un consenso en torno a la concepción política.
En un segundo estadio, Rawls se pregunta más explícitamente por la estabilidad. De esta cuestión, dimana la idea de un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables, como acompañante a la concepción política de las justicia. Esta idealización pretende atraerse el apoyo de los ciudadanos que abrazan doctrinas comprehensivas razonables diferentes y opuestas, al no privilegiar a ninguna de ellas por encima de las demás y, al mismo tiempo, asegurar su autonomía. Y es que en ningún caso, una doctrina compresiva puede por sí sola concretar los elementos constitucionales esenciales y los asuntos de de justicia básica; estos contenidos tienen que ser expresados en un lenguaje político y no comprehensivo. Sin embargo, esta misma independencia, permite alcanzar un consenso entrecruzado que sirva como base pública de justificación en una sociedad marcada por el hecho del pluralismo razonable; y por ende, lograr una mayor estabilidad democrática y una gran y abigarrada cohesión social. Inexorablemente, este consenso remite a la noción de una razón pública que exige el deber moral de ser razonable. El ciudadano debe ser capaz de mostrar sus ideas a través de una razón pública enmarcada dentro de los causes de las esencias constitucionales. Dentro de estos causes los individuos pueden exponer sus preferencias particulares sobre cuestiones políticas fundamentales, pero deben abandonar los razonamientos que apelen a doctrinas comprehensivas. Esto implica estar dispuesto a dar razones que presumiblemente todos aceptaran o podrían acertar. Es decir, se trata de ofrecer argumentos en vista al bien común en términos rousseaunianos. Ello no impide a las asociaciones religiosas, por ejemplo, discutir sobre temas que atañen a las esencias constitucionales; en el caso de la esclavitud en los Estados Unidos, la iglesia defendía la emancipación de los esclavos a la luz de los dictados bíblicos, al igual que la razón pública exigía la derogación de la enmienda que permitía dicha atrocidad19. Sin embargo, para que los argumentos doctrinales sean válidos deben ser traducidos en
términos públicos o seculares. Y es que, como ya habíamos apuntado, los principios de justicia no pueden ser enunciados en locuciones comprehensivas. Las argumentaciones validas deben ser expresiones de la razón pública:
“Lo esencial de la idea de razón pública es que los ciudadanos tienen que llevar a cabo sus discusiones fundamentales en el marco de lo que cada uno considera como una concepción política de la justicia basada en valores cuya aceptación por otros quepa razonablemente esperar, y de modo que cada uno esté dispuesto a defender esa concepción así entendida. Eso significa que cada uno de nosotros deba disponer de un criterio acerca de los principios y orientaciones que pensamos que otros ciudadanos (que son también libres e iguales) pueden aceptar con nosotros, y debe estar dispuesto a explicarlo”20
La razón pública así entendida permite resolver y acoger el hecho del pluralismo a través de un consenso constitucional y, posteriormente, en un “equilibrio reflexivo”. Las razones válidas deben ser, además, susceptibles de ser públicamente mostradas como validas21, lo que incide en una mayor estabilidad social22. En definitiva, la razón pública expresa un ideal de ciudadanos democráticos que reconocen el pluralismo existente en las sociedades actuales y se disponen a reflexionar en un lenguaje público – esto es, acorde con las esencias constitucionales y las estructuras básicas- en un proceso de ajustes y reajustes que garantice la máxima cohesión social posible, en asuntos de justicia política.
Aunque, evidentemente, para entender y explicar la obra de Rawls es necesario analizar y reflexionar sobre una formidable cantidad de conceptualizaciones que escapan a las posibilidades de este trabajo, nos conformamos en este punto con rescatar algunas puntualizaciones que nos permitirán enlazar las ideas aquí esgrimidas con el siguiente apartado.
Con la Teoría de la Justicia y, en particular, con las correcciones realizadas en su obra El Liberalismo Político, el filósofo norteamericano logra desarrollar una teoría política, y también moral, que resuelve el hecho del pluralismo. Y lo hace, al contrario que el utilitarismo, el contextualismo o cualquier otra doctrina comprehensiva, sin caer en el uso opresivo del poder estatal; lo que él denomina. Consecuentemente, mantiene una postura integradora que reconoce al Otro, en tanto que razonable, como miembro participe del proyecto procedimental puro de la justicia. En todo el proceso lo razonable se postula como preeminente a lo racional, pero dicha catalogación no parece reflejar fielmente una posición real. Pero lo más importante, lo que nos atañe, es que lo razonable es utilizado como posibilidad para derivar toda una teoría política que establece la necesidad de que sujetos que abrazan doctrinas comprensivas religiosas deban asumir el esfuerzo de formular sus convicciones en términos seculares; como si efectivamente fuera posible que dichos ciudadanos creyeran que la única manera razonable de pronunciarse en el foro político fuera a través de los valores y principios de una concepción política. Por otro lado, parece que la pluralidad de interpretaciones sobre la política quedara subordinada a una idea de la razón pública constitucionalmente estructurada23.
En su Theory of Justice el filósofo estadounidense dejó claro que el concepto de derecho debe ser prioritario a la noción del bien. Y establece que “… algo es bueno sólo cuando se ajusta a las normas de vida compatibles con los principios del derecho ya existentes”10. Evidentemente, esta afirmación es simétricamente opuesta a las teorías teleológicas: el bien queda supeditado a la esfera de la acción racional del plan de vida de un individuo y se des-sustantiva como noción ordenadora del espacio público-político. Es decir, la vida buena es expresada en Rawls en la “teoría tenue” como una locución subsidiaria a la elaboración de los principios de justicia; sólo tras la enunciación de los apotegmas rectores, el sujeto puede desarrollar la denominada teoría completa del bien 11. Por tanto, se puede deducir que el bien queda descrito como prerrequisito de los términos del mecanismo procedimental equitativo ideado por Rawls. Dicho de otro modo, en una primera etapa, el bien es simplemente utilizado como subterfugio de la teoría de "la justicia como equidad"12.Y ello es así porque ninguna doctrina comprehensiva puede por sí sola ser prerrogativa en la elaboración de los principios de una "sociedad bien ordenada"; es la imparcialidad la que debe definir propiamente a la justicia. En este sentido, el profesor de Harvard aclara que debemos pensar en la Teoría como una concepción estrictamente política de la justicia13.
Lo que está en juego es realmente poder afrontar con garantías "el hecho del pluralismo" consumado en las sociedades actuales. La cuestión que origina los esfuerzos intelectuales de Rawls es ¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables? 14 La respuesta radica en buena medida en la concepción del individuo como ser racional y razonable15. Racional en la medida en que cada persona puede elegir sus objetivos y metas particulares; y razonable, en tanto que somos capaces y estamos dispuestos a proponer y aceptar criterios equitativos de cooperación social, siempre que éstos sean iguales para todos16. De esta manera, lo razonable queda unido o relacionado a lo público, mientras lo racional queda referido a la consecución de los fines propios y, por tanto, identificado con el espacio privado o no público17. De esta separación se sigue la posibilidad de realizar la legitimación del orden político. Es decir, de llegar a un acuerdo sobre los principios de justicia que han de reglar y garantizar los principios defendibles por un conjunto de seres racionales en una posición originaria; por un lado, somos capaces de planear nuestros planes de vidas particulares y, por otro, la capacidad de ser razonable nos permite y nos empuja a considerar la preferencia por los bienes primarios ante las diferentes doctrinas compresivas razonables. Aceptar dichos principios, será, como dirá Rawls, reconocer una determinada noción del bien común18. Ahora bien, la deliberación en la posición original debe transportarnos hacia una base de acuerdo de justicia en condiciones equitativas. . Por eso, es necesario que las partes implicadas se conciban como libres e iguales y reflexionen dejando a un lado las contingencias y particularidades de cada una de ellas. Al actuar así, las partes entran dentro de lo que se designa como teoría de la decisión racional: se trata de que a través de un velo de la ignorancia que niega todo conocimiento fáctico, los diferentes individuos, aún cuando se rijan por sus propios intereses, no podrán más que llegar a unos ciertos principios de justicia unánimes. Esta suposición radica en que obviando las posiciones sociales que las partes deliberantes ocuparán en la sociedad bien ordenada, y siendo concientes de la interdependencia de los actores participantes, éstos se aseguraran de erigir principios consensuados que satisfagan a todos. No obstante, las partes han de partir mostrándose conforme a los bienes primarios, que se definen como los derechos y libertades básicos que dan sentido a la existencia en sociedad y que protege los "planes de vida"
En un segundo estadio, Rawls se pregunta más explícitamente por la estabilidad. De esta cuestión, dimana la idea de un consenso entrecruzado de doctrinas comprehensivas razonables, como acompañante a la concepción política de las justicia. Esta idealización pretende atraerse el apoyo de los ciudadanos que abrazan doctrinas comprehensivas razonables diferentes y opuestas, al no privilegiar a ninguna de ellas por encima de las demás y, al mismo tiempo, asegurar su autonomía. Y es que en ningún caso, una doctrina compresiva puede por sí sola concretar los elementos constitucionales esenciales y los asuntos de de justicia básica; estos contenidos tienen que ser expresados en un lenguaje político y no comprehensivo. Sin embargo, esta misma independencia, permite alcanzar un consenso entrecruzado que sirva como base pública de justificación en una sociedad marcada por el hecho del pluralismo razonable; y por ende, lograr una mayor estabilidad democrática y una gran y abigarrada cohesión social. Inexorablemente, este consenso remite a la noción de una razón pública que exige el deber moral de ser razonable. El ciudadano debe ser capaz de mostrar sus ideas a través de una razón pública enmarcada dentro de los causes de las esencias constitucionales. Dentro de estos causes los individuos pueden exponer sus preferencias particulares sobre cuestiones políticas fundamentales, pero deben abandonar los razonamientos que apelen a doctrinas comprehensivas. Esto implica estar dispuesto a dar razones que presumiblemente todos aceptaran o podrían acertar. Es decir, se trata de ofrecer argumentos en vista al bien común en términos rousseaunianos. Ello no impide a las asociaciones religiosas, por ejemplo, discutir sobre temas que atañen a las esencias constitucionales; en el caso de la esclavitud en los Estados Unidos, la iglesia defendía la emancipación de los esclavos a la luz de los dictados bíblicos, al igual que la razón pública exigía la derogación de la enmienda que permitía dicha atrocidad19. Sin embargo, para que los argumentos doctrinales sean válidos deben ser traducidos en
términos públicos o seculares. Y es que, como ya habíamos apuntado, los principios de justicia no pueden ser enunciados en locuciones comprehensivas. Las argumentaciones validas deben ser expresiones de la razón pública:
“Lo esencial de la idea de razón pública es que los ciudadanos tienen que llevar a cabo sus discusiones fundamentales en el marco de lo que cada uno considera como una concepción política de la justicia basada en valores cuya aceptación por otros quepa razonablemente esperar, y de modo que cada uno esté dispuesto a defender esa concepción así entendida. Eso significa que cada uno de nosotros deba disponer de un criterio acerca de los principios y orientaciones que pensamos que otros ciudadanos (que son también libres e iguales) pueden aceptar con nosotros, y debe estar dispuesto a explicarlo”20
La razón pública así entendida permite resolver y acoger el hecho del pluralismo a través de un consenso constitucional y, posteriormente, en un “equilibrio reflexivo”. Las razones válidas deben ser, además, susceptibles de ser públicamente mostradas como validas21, lo que incide en una mayor estabilidad social22. En definitiva, la razón pública expresa un ideal de ciudadanos democráticos que reconocen el pluralismo existente en las sociedades actuales y se disponen a reflexionar en un lenguaje público – esto es, acorde con las esencias constitucionales y las estructuras básicas- en un proceso de ajustes y reajustes que garantice la máxima cohesión social posible, en asuntos de justicia política.
Aunque, evidentemente, para entender y explicar la obra de Rawls es necesario analizar y reflexionar sobre una formidable cantidad de conceptualizaciones que escapan a las posibilidades de este trabajo, nos conformamos en este punto con rescatar algunas puntualizaciones que nos permitirán enlazar las ideas aquí esgrimidas con el siguiente apartado.
Con la Teoría de la Justicia y, en particular, con las correcciones realizadas en su obra El Liberalismo Político, el filósofo norteamericano logra desarrollar una teoría política, y también moral, que resuelve el hecho del pluralismo. Y lo hace, al contrario que el utilitarismo, el contextualismo o cualquier otra doctrina comprehensiva, sin caer en el uso opresivo del poder estatal; lo que él denomina
4.Habermas: hacia una teoría postsecular.
Para Habermas, aunque al igual que Rawls, parte de un procedimiento formal para determinar las normas de convivencia, no cree, sin embargo, que sea suficiente con diseñar un mecanismo procedimental equitativo24. Es necesario, además, un reconocimiento que tome “… la forma de una inclusión de otro que es capaz de tutelar las diversidades sin nivelarlas abstractamente ni tampoco cosificarlas totalitariamente” 25. Es decir, hay que desarrollar una política de reconocimiento que logre favorecer la solidaridad entre ciudadanos, en un sentido cosmopolita. Dicha solidaridad parece obviarse en los estados democráticos liberales, que si bien no puede ni imponerla, deben promover las instancias e instituciones que la procura y la fomenta. En este sentido, Habermas se plantea si desde un punto de vista motivacional es posible mantener la estabilidad en los términos aportados por Rawls. Este último, propone una legitimidad del liberalismo político que apunta a una base pública fundada en la autonomía del individuo como ciudadano libre e igual; concebido como racional y razonable. Dichos sujetos deben reflexionar sobre las esencias constitucionales limitando sus posibilidades a aquello que puede ser expresado en un lenguaje público; por tanto, han de abandonar los axiomas estrictamente doctrinales para enunciarse en los términos admitidos por los límites de la razón pública. Este esfuerzo de secularización que deben sufrir los ciudadanos creyentes, no es tenido en balde. La paradoja que surge ante la auto-delimitación que se deben imponer los sujetos que abrazan teorías comprehensivas diferentes e inconmensurables, se desvanece al participar en una concepción política que se complementa con el consenso entrecruzado. De este modo, el ciudadano religioso obtiene un ámbito de autonomía desde el cual puede desarrollar sus "planes de vida" y, al mismo tiempo, participar en un foro público que, simplemente, exige la traducción de sus ideas constitucionales a un lenguaje cuya aceptación por los otros quepa razonablemente esperar. Desde este punto de vista, la democracia constitucional de naturaleza secular, no muestra debilidad alguna respecto a la noción de estabilidad, entendida en un sentido cognitivo o motivacional. A pesar de lo cual, no elimina los potenciales problemas procedentes de factores externos. Al hilo de lo dicho, Habermas investiga sobre las posibles consecuencias de una secularización cada vez más pronunciada en las sociedades modernas. Por su parte, el liberalismo simplemente no se pronuncia; concibe que las estructuras básicas deban posicionarse con independencia de los posibles desarrollos que se efectúen dentro de los límites impuestos por la justicia política. Sin embargo, el filósofo alemán, subraya que la omisión de estas premisas puede conducir a disolver los lazos sociales e incurrir en un simple modus vivendi configurado por diferentes colectivos asociados bajo criterios egoístas que luchan entre sí. Por eso, es necesario el mutuo reconocimiento en las relaciones políticas entre ciudadanos creyentes y no creyentes, que ayude a configurar una conciencia pública proyectada hacia una sociedad postsecular.
De lo dicho se desprende que, el Estado liberal, que afirma y se fundamenta en una integración política de todos sus ciudadanos, si quiere ir más allá de un modus vivendi, no puede realizar la separación del espacio religioso de los contextos sociales mediante medidas secularizantes unilaterales. Una cosa es que las religiones deban abandonar sus pretensiones de interpretación totalizante del mundo en términos de autoridad legislativa, y otra es que el Estado liberal conceda a las convicciones devotas un estatus epistémico irracional; lo cual incurriría en una desviación del liberalismo hacia una cosmovisión secular del mundo. Esto no quiere decir que no se deba exigir una separación laica en las instituciones y reclamar a los funcionarios que las ocupan, neutralidad; sino que en el plano de las posturas que mantienen las organizaciones y los ciudadanos en la esfera público-política, no deben ni pueden restringirse a dicha formulaciones seculares.
“Del carácter secular del poder estatal no se deriva la obligación inmediata, de complementar las convicciones religiosas manifestadas públicamente mediante equivalentes en un lenguaje accesible para todos” 26
Este requerimiento pasa absolutamente por alto la realidad de la vida devota de cualquier ciudadano creyente: no se puede pretender que éste abandone sus convicciones doctrinales en una especie de desdoblamiento imposible y esquizoide que reclama acciones seculares a individuos que se constituyen identitariamente a través de sus certidumbres religiosas. Si, como afirma Rawls, el liberalismo político debe su legitimación a la imparcialidad que permite a los ciudadanos darse leyes a sí mismos; y a la mutua discusión en el ámbito de la razón pública, que apela a un consenso entrecruzado; no se entiende que en esta reflexión se condicione de antemano las posibilidades de los deliberantes creyentes. Por eso, Habermas propone un proceso de aprendizaje complementario27 que permita una mutua comprensión entre las doctrinas religiosas y las tradiciones ilustradas, así como sobres sus límites y patologías.
Por otro lado, si bien es verdad que en las instituciones públicas se hace necesaria una secularización del vocabulario religioso, dicha traducción no deben realizarla solamente los ciudadanos devotos; los miembros agnósticos deberán compartir también esta carga. Se trata, en definitiva, de igualar pragmáticamente los esfuerzos que los conciudadanos deben soportar como miembros colegisladores de una democracia. En este sentido, ambas partes deben afrontar el desafío cognitivo que presupone reconocerse mutuamente como interlocutores epistemologicamente validos. No obstante, podría pensarse que aún aceptando este reto, las diferentes nociones de las justicias fundadas religiosamente no podrían llegar a ningún acuerdo que, en el mejor de los casos, engendraría un endeble modus vivendi. Sin embargo, como ya hemos señalado, el liberalismo concibe esta contingencia y la resuelve al garantizar la posibilidad de perseguir bienes particulares. Pero el problema resurge cuando estos bienes no son interpretados materialmente, sino en forma de valores existenciales. Desde la teoría política de la justicia de Rawls, la respuesta a esta cuestión ha consistido en la secularización del ámbito público y del foro de debate en donde se ajustan y reajustan los ideales y las pretensiones razonables sobre las esencias constitucionales. No obstante, esta delimitación secular de la razón pública crea una desigualdad en las cargas cognitivas entre los ciudadanos laicos y los miembros de comunidades religiosas que puede recaer en una falta de solidaridad y en una consecuente pérdida de legitimidad y estabilidad. Y es que aunque Rawls propone una teoría como imparcialidad, sus restricciones argumentativas en la esfera pública, hacen pensar en la justicia política como "un punto de vista moral" 28.Por su parte, el filosofo de la escuela de Frankfurt, sostiene la necesidad de invalidar la “justificación secular” y dirigir los esfuerzos hacia una nueva filosofía postsecular y postmetafisica que, por un lado, trace los limites entre razón y fe, sin incurrir en juicios acerca de las verdades religiosas y, por otro, que rechace una lectura cientificista de la razón. Se trata de crear una nueva mentalidad postmoderna basada en el respeto mutuo y en las posibilidades que aportan cognitivamente, tanto la razón como lo religioso.
Para Habermas, aunque al igual que Rawls, parte de un procedimiento formal para determinar las normas de convivencia, no cree, sin embargo, que sea suficiente con diseñar un mecanismo procedimental equitativo24. Es necesario, además, un reconocimiento que tome “… la forma de una inclusión de otro que es capaz de tutelar las diversidades sin nivelarlas abstractamente ni tampoco cosificarlas totalitariamente” 25. Es decir, hay que desarrollar una política de reconocimiento que logre favorecer la solidaridad entre ciudadanos, en un sentido cosmopolita. Dicha solidaridad parece obviarse en los estados democráticos liberales, que si bien no puede ni imponerla, deben promover las instancias e instituciones que la procura y la fomenta. En este sentido, Habermas se plantea si desde un punto de vista motivacional es posible mantener la estabilidad en los términos aportados por Rawls. Este último, propone una legitimidad del liberalismo político que apunta a una base pública fundada en la autonomía del individuo como ciudadano libre e igual; concebido como racional y razonable. Dichos sujetos deben reflexionar sobre las esencias constitucionales limitando sus posibilidades a aquello que puede ser expresado en un lenguaje público; por tanto, han de abandonar los axiomas estrictamente doctrinales para enunciarse en los términos admitidos por los límites de la razón pública. Este esfuerzo de secularización que deben sufrir los ciudadanos creyentes, no es tenido en balde. La paradoja que surge ante la auto-delimitación que se deben imponer los sujetos que abrazan teorías comprehensivas diferentes e inconmensurables, se desvanece al participar en una concepción política que se complementa con el consenso entrecruzado. De este modo, el ciudadano religioso obtiene un ámbito de autonomía desde el cual puede desarrollar sus "planes de vida" y, al mismo tiempo, participar en un foro público que, simplemente, exige la traducción de sus ideas constitucionales a un lenguaje cuya aceptación por los otros quepa razonablemente esperar. Desde este punto de vista, la democracia constitucional de naturaleza secular, no muestra debilidad alguna respecto a la noción de estabilidad, entendida en un sentido cognitivo o motivacional. A pesar de lo cual, no elimina los potenciales problemas procedentes de factores externos. Al hilo de lo dicho, Habermas investiga sobre las posibles consecuencias de una secularización cada vez más pronunciada en las sociedades modernas. Por su parte, el liberalismo simplemente no se pronuncia; concibe que las estructuras básicas deban posicionarse con independencia de los posibles desarrollos que se efectúen dentro de los límites impuestos por la justicia política. Sin embargo, el filósofo alemán, subraya que la omisión de estas premisas puede conducir a disolver los lazos sociales e incurrir en un simple modus vivendi configurado por diferentes colectivos asociados bajo criterios egoístas que luchan entre sí. Por eso, es necesario el mutuo reconocimiento en las relaciones políticas entre ciudadanos creyentes y no creyentes, que ayude a configurar una conciencia pública proyectada hacia una sociedad postsecular.
De lo dicho se desprende que, el Estado liberal, que afirma y se fundamenta en una integración política de todos sus ciudadanos, si quiere ir más allá de un modus vivendi, no puede realizar la separación del espacio religioso de los contextos sociales mediante medidas secularizantes unilaterales. Una cosa es que las religiones deban abandonar sus pretensiones de interpretación totalizante del mundo en términos de autoridad legislativa, y otra es que el Estado liberal conceda a las convicciones devotas un estatus epistémico irracional; lo cual incurriría en una desviación del liberalismo hacia una cosmovisión secular del mundo. Esto no quiere decir que no se deba exigir una separación laica en las instituciones y reclamar a los funcionarios que las ocupan, neutralidad; sino que en el plano de las posturas que mantienen las organizaciones y los ciudadanos en la esfera público-política, no deben ni pueden restringirse a dicha formulaciones seculares.
“Del carácter secular del poder estatal no se deriva la obligación inmediata, de complementar las convicciones religiosas manifestadas públicamente mediante equivalentes en un lenguaje accesible para todos” 26
Este requerimiento pasa absolutamente por alto la realidad de la vida devota de cualquier ciudadano creyente: no se puede pretender que éste abandone sus convicciones doctrinales en una especie de desdoblamiento imposible y esquizoide que reclama acciones seculares a individuos que se constituyen identitariamente a través de sus certidumbres religiosas. Si, como afirma Rawls, el liberalismo político debe su legitimación a la imparcialidad que permite a los ciudadanos darse leyes a sí mismos; y a la mutua discusión en el ámbito de la razón pública, que apela a un consenso entrecruzado; no se entiende que en esta reflexión se condicione de antemano las posibilidades de los deliberantes creyentes. Por eso, Habermas propone un proceso de aprendizaje complementario27 que permita una mutua comprensión entre las doctrinas religiosas y las tradiciones ilustradas, así como sobres sus límites y patologías.
Por otro lado, si bien es verdad que en las instituciones públicas se hace necesaria una secularización del vocabulario religioso, dicha traducción no deben realizarla solamente los ciudadanos devotos; los miembros agnósticos deberán compartir también esta carga. Se trata, en definitiva, de igualar pragmáticamente los esfuerzos que los conciudadanos deben soportar como miembros colegisladores de una democracia. En este sentido, ambas partes deben afrontar el desafío cognitivo que presupone reconocerse mutuamente como interlocutores epistemologicamente validos. No obstante, podría pensarse que aún aceptando este reto, las diferentes nociones de las justicias fundadas religiosamente no podrían llegar a ningún acuerdo que, en el mejor de los casos, engendraría un endeble modus vivendi. Sin embargo, como ya hemos señalado, el liberalismo concibe esta contingencia y la resuelve al garantizar la posibilidad de perseguir bienes particulares. Pero el problema resurge cuando estos bienes no son interpretados materialmente, sino en forma de valores existenciales. Desde la teoría política de la justicia de Rawls, la respuesta a esta cuestión ha consistido en la secularización del ámbito público y del foro de debate en donde se ajustan y reajustan los ideales y las pretensiones razonables sobre las esencias constitucionales. No obstante, esta delimitación secular de la razón pública crea una desigualdad en las cargas cognitivas entre los ciudadanos laicos y los miembros de comunidades religiosas que puede recaer en una falta de solidaridad y en una consecuente pérdida de legitimidad y estabilidad. Y es que aunque Rawls propone una teoría como imparcialidad, sus restricciones argumentativas en la esfera pública, hacen pensar en la justicia política como "un punto de vista moral" 28.Por su parte, el filosofo de la escuela de Frankfurt, sostiene la necesidad de invalidar la “justificación secular” y dirigir los esfuerzos hacia una nueva filosofía postsecular y postmetafisica que, por un lado, trace los limites entre razón y fe, sin incurrir en juicios acerca de las verdades religiosas y, por otro, que rechace una lectura cientificista de la razón. Se trata de crear una nueva mentalidad postmoderna basada en el respeto mutuo y en las posibilidades que aportan cognitivamente, tanto la razón como lo religioso.
5.A modo de Conclusión.
Llegados a este punto, cabe hacer, en mi opinión, un balance positivo sobre las posibilidades que ofrece el entramado teórico de Habermas al abordar el fenómeno del pluralismo. Aunque el mismo autor mantiene que su aportaciones criticas sobre la Teoría de la Justicia (TJ) de Rawls son entendidas como una “disputa de familia”, creo estar en lo cierto si al conceder a la ética discursiva del alemán un ámbito de acción plenamente universal y formal y pragmáticamente más factible. Ello no impide, ni muchos menos, reconocer el más que notorio y sublime trabajo del filosofo estadounidense, todo lo contrario. Sin embargo, parece que su TJ no ha dejado de ser comprehensiva, a pesar de las correcciones hechas en El liberalismo político, al tratar las dimensiones de la razón pública como límite y encuentro de los diferentes ciudadanos y miembros de la sociedad; ciudadanos que si son religiosos han de desdoblarse en el ámbito público-social para poder participar en el proceso de revisión política que proporciona dicho espacio. En este sentido, Rawls peca de la malaltia ilustrada moderna que concibe lo confesional mas como un problema que como una realidad refundada a lo largo de la Historia. Lo que debemos esperar de ambas partes no es una disputa sobre las preeminencias irreconciliables de las cosmoviciones de uno y otro, sino un diálogo honesto sobre las posibilidades y limitaciones de cada una. No hay que caer en ingenuidades que nos lleven a afirmar concesiones políticas, pero tampoco debemos subestimar cognitivamente las aportaciones devotas. En este punto, es simplemente interesante cómo los ciudadanos religiosos tienen una concepción pragmática de la voluntad envidiable. Este hecho sería de gran interés para fundamentar una convivencia política laica, basada en valores cívicos estables. Pero, como he dicho, es simplemente un apresurado apunte ya manejado por algunos autores. Lo central es que estamos ante una teoría que nos permite a la par pensar en una autonomía completa del individuo (lo que fundamentaría la posibilidad de establecer unos derechos humanos, actualmente imprescindibles) y nos evita posturas contextualitas como la de McIntyre. No obstante, y aunque no habrá pasado desapercibido al lector, la lectura realizada sobre la propuesta comunitarista al hecho de la pluralidad que vive las sociedades de hoy, es, evidentemente, parcial y escueta. El comunitarismo tiene defensores muy notables, como son el autor ya referido, Michael Walzer o Charles Taylor, con quién Habermas ha mantenido una apasionante disputa en “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, recogido en la obra ya mencionada, La inclusión del Otro. En todo caso, las objeciones aquí planteadas y el tratamiento ofrecido, son suficientes para entrever las deficiencias o incompatibilidades de una teoría que, en el mejor de los casos, ignora el pluralismo. Sin embargo, las virtudes que nos ofrecía la interpretación de McIntyre sobre la moral y la política ha desarrollar, nos penetra de un cierto añoranza que se acentúa, en cierto sentido, en la justicia política de Rawls. Las ventajas ofrecidas por este último, son, en mi humilde opinión, grandiosas; no obstante; con la reformulación o corrección de su Teoría en El Liberalismo político, se hecha en falta una civilidad que escape al, aparentemente, único suelo fructífero en el que se puede realizar una tal teoría; el liberalismo. Al hilo de lo cual, Habermas presenta una alternativa encarnada en las condiciones de validez de una ética del discurso amparada por su teoría comunicativa. Asimismo, con su noción de solidaridad parece abrir una puerta hacia una política del reconocimiento cerrada por Rawls en términos seculares y liberales. En este punto, el filosofo alemán, nos permite dirigir nuestros esfuerzos de forma más solidaria hacia una moral cívica que extienda los lazos de la cohesión.
Llegados a este punto, cabe hacer, en mi opinión, un balance positivo sobre las posibilidades que ofrece el entramado teórico de Habermas al abordar el fenómeno del pluralismo. Aunque el mismo autor mantiene que su aportaciones criticas sobre la Teoría de la Justicia (TJ) de Rawls son entendidas como una “disputa de familia”, creo estar en lo cierto si al conceder a la ética discursiva del alemán un ámbito de acción plenamente universal y formal y pragmáticamente más factible. Ello no impide, ni muchos menos, reconocer el más que notorio y sublime trabajo del filosofo estadounidense, todo lo contrario. Sin embargo, parece que su TJ no ha dejado de ser comprehensiva, a pesar de las correcciones hechas en El liberalismo político, al tratar las dimensiones de la razón pública como límite y encuentro de los diferentes ciudadanos y miembros de la sociedad; ciudadanos que si son religiosos han de desdoblarse en el ámbito público-social para poder participar en el proceso de revisión política que proporciona dicho espacio. En este sentido, Rawls peca de la malaltia ilustrada moderna que concibe lo confesional mas como un problema que como una realidad refundada a lo largo de la Historia. Lo que debemos esperar de ambas partes no es una disputa sobre las preeminencias irreconciliables de las cosmoviciones de uno y otro, sino un diálogo honesto sobre las posibilidades y limitaciones de cada una. No hay que caer en ingenuidades que nos lleven a afirmar concesiones políticas, pero tampoco debemos subestimar cognitivamente las aportaciones devotas. En este punto, es simplemente interesante cómo los ciudadanos religiosos tienen una concepción pragmática de la voluntad envidiable. Este hecho sería de gran interés para fundamentar una convivencia política laica, basada en valores cívicos estables. Pero, como he dicho, es simplemente un apresurado apunte ya manejado por algunos autores. Lo central es que estamos ante una teoría que nos permite a la par pensar en una autonomía completa del individuo (lo que fundamentaría la posibilidad de establecer unos derechos humanos, actualmente imprescindibles) y nos evita posturas contextualitas como la de McIntyre. No obstante, y aunque no habrá pasado desapercibido al lector, la lectura realizada sobre la propuesta comunitarista al hecho de la pluralidad que vive las sociedades de hoy, es, evidentemente, parcial y escueta. El comunitarismo tiene defensores muy notables, como son el autor ya referido, Michael Walzer o Charles Taylor, con quién Habermas ha mantenido una apasionante disputa en “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, recogido en la obra ya mencionada, La inclusión del Otro. En todo caso, las objeciones aquí planteadas y el tratamiento ofrecido, son suficientes para entrever las deficiencias o incompatibilidades de una teoría que, en el mejor de los casos, ignora el pluralismo. Sin embargo, las virtudes que nos ofrecía la interpretación de McIntyre sobre la moral y la política ha desarrollar, nos penetra de un cierto añoranza que se acentúa, en cierto sentido, en la justicia política de Rawls. Las ventajas ofrecidas por este último, son, en mi humilde opinión, grandiosas; no obstante; con la reformulación o corrección de su Teoría en El Liberalismo político, se hecha en falta una civilidad que escape al, aparentemente, único suelo fructífero en el que se puede realizar una tal teoría; el liberalismo. Al hilo de lo cual, Habermas presenta una alternativa encarnada en las condiciones de validez de una ética del discurso amparada por su teoría comunicativa. Asimismo, con su noción de solidaridad parece abrir una puerta hacia una política del reconocimiento cerrada por Rawls en términos seculares y liberales. En este punto, el filosofo alemán, nos permite dirigir nuestros esfuerzos de forma más solidaria hacia una moral cívica que extienda los lazos de la cohesión.
Notas:
1. En “Algunas consecuencias del fracaso del proyecto ilustrado”, en Tras la virtud, McIntyre sostiene que toda moralidad de pretensiones objetivas esconde en el fondo una preferencia arbitraria que deroga cualquier intento veraz de esbozar unos derechos humanos extensibles a todos. Igualmente encuentra falaz el hecho de que los derechos humanos encuentre una validez suprapositiva basada en la naturaleza humana. Por el contrario, Habermas defiende que “el fundamentalismo de los derechos humanos no se evita mediante la renuncia a la política de los derechos humanos, sino mediante la transformación –en términos de derecho cosmopolita del estado de la naturaleza entre los Estados en un orden jurídico”.Así pues, el desacuerdo radica en cuestiones de fondo. Y es que el propio planteamiento contextualista elimina toda posibilidad real de conformación de derechos universalistas, supranacionales o postnacionales.
2. Para mas detalles sobre la cuestión de la integración o la asimilación véase Jürgen Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, en La inclusión del Otro, Paidós, Barcelona, 1996.
3. McIntyre circunscribe sus esfuerzos reflexivos al ámbito de una comunidad determinada, no obstante, en el mundo actual es imposible omitir el proceso de globalización, cuyas consecuencias políticas parecen apuntar hacia una nuevas formas de comprender las relaciones entre lo global y lo particular. En este sentido, Manuel Castell habla de la bipolarización creciente entre el Estado y las comunidades sociales. Sin embargo,esHabermas quien nos permite interpretar un modo factible de repensar este hecho.Para profundizar sobre las exigencias de interpretar la identidad nacional en términos postnacionales, véase Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales,Tecnos, Madrid,1987.
4. Habermas, La inclusión del Otro ,op.,cit,pp. 210.
5. Vease Ernst Tugendhat, Lecciones de Ética, Gedisa, Barcelona, 1997.
6. Para una mayor profundización en términos de “responsabilidad política” y “responsabilidad personal”, véase Ana Arendt, Responsabilidad y Juicio, Barcelona, 2003. Y para abordar la problemática desde la óptica del derecho, véase Victoria Camps, “La ética y el derecho en el pensamiento contemporáneo”, en Historia de la ética, vol III, Barcelona, 2000.
7. Massini Correas, Construtivismo ético y justicia procedimental en John Rawls,Universidad Nacional Autonoma de Mexico,2004.pp.9.
8. Giulio Adinolfi, “Divergencias fundamentales en la filosofía de la Justicia de Habermas y Rawls” [on-line], Red de revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal, número 15, enero-junio de 2007, http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?¡Cve=18101517[Consulta: 19 de abril de 2008].
9. Ídem.
10. John Rawls, Teoría de la Justicia, Fondo de Cultura Económica, España, 1971, pp. 360.
11. ídem.
12. Aunque aquí Rawls dice menos de lo que podemos extraer, podemos completar que, al fin y al cabo, sus pretensiones de racionalidad en locuciones de equilibrio reflexivo dependen de una cierta noción “tenue” del bien que no puede ser inferida de ninguna premisa. Su método procidemental imperfecto puede darnos razones para participar en el desarrollo y aceptación del mismo, pero no puede más que esperar que como seres racionales y razonables participemos en él. En este sentido, cabría debatir, como hacer Habermas, sobre las posibilidades efectivas que esta presunción secular puede afrontar.No obstante, en este punto cabe simplemente, con la complejidad que ello acarrear, reflexionar sobre la relación entre lo bien y lo justo. Sobre las diferencias entre el bien y lo justo, véase Rawls J., Ibidem, pp.404-410.
13. Véase John Rawls, El liberalismo político,Crítica, Barcelona, 1993. pp. 7-30.
14. Ibidem, pp. 33.
15. Esta noción remite a una concepción anterior del individuo como ser libre e igual, en sentido kantiano. No obstante, damos por sabido dicha reminiscencia para utilizar aquí racional y razonable como vocablos cuasi intercambiables.
16. Véase Rawls J., “El liberalismo político”, op. Cit., Las Facultades de los ciudadanos y su representación.
17. Utilizamos la noción no pública para evitar los prejuicios propios de entender la distinción aquí explicada en términos de espacio privado y público, en relación a la libertad negativa y positiva tan omnipresente. Aquí Rawls intenta evitar dicha identificación y define lo no público como lo concerniente a los fines ("planes de vida") personales o como los ideales comprehensivos de los ciudadanos. No obstante, una vez resuelto la concepción de la estructura constitucional básica y las demás instituciones necesarias, lo no público puede ser traducido políticamente al espacio público y, consecuentemente, considerado como un elemento coparticipe y conformador de la razón pública y, por tanto, de lo político.
18. John Rawls, Sobre las libertades, Introducción de Victoria Camps, traducción de Jorge Virgil Rubio, Paidós/ I.C.E. – U.A.B, Barcelona, 1990. pp. 9-27.
19. Véase Victoria Camps, “El neocontractualismo: John Rawls” en Historia de la ética; vol III, Barcelona, 2000.
20. Rawls J., “El liberalismo político”, op. Cit., pp.261.
21. Rawls parece dar prioridad a elementos de cohesión social antes que establecer condiciones de validez. Al referir la validez como algo que pueda ser susceptible de mostrarse públicamente como validad, inválida, a mi modo de ver, las pretensiones que perseguía en la justicia como imparcialidad, para adentrarse en un terreno más arenoso. En este sentido, creo que Habermas con su ética del discurso resuelve mejor posible dificultades en la esfera de las nociones de validez.
22. Mas detalles respecto de esta cuestión figuran en John Rawls, El liberalismo político,Crítica, Barcelona, 1993. pp. 172 y ss.
23. Véase Jesús Rodríguez Zepeta, “Consideraciones finales en la política del consenso”, en La política del consenso: Una lectura crítica de “El Liberalismo de John Rawls”, Anthropos, Barcelona, 2003.
24. Por su parte, Habermas plantea este procedimiento acorde a su teoría comunicativa como una ética del discurso.
25. Véase Haberms J., “La inclusión del Otro”, op., cit, pp. 81-107: citado por Giulio Adinolfi, “Divergencias fundamentales en la filosofía de la Justicia de Habermas y Rawls”, op., cit, pp. 7.
26. Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, traducción de Pere Fabra, Daniel Gamper,Francisco Javier Gil Martín, José Luis López de Lizaga, Pedro Madrigal y Juan Carlos Velazco Paidós, Barcelona, 2005. pp. 136.
27. Véase Ibidem, pp.117.
28. Véase Giulio Adinolfi, op., cit, pp. 8-12.
1. En “Algunas consecuencias del fracaso del proyecto ilustrado”, en Tras la virtud, McIntyre sostiene que toda moralidad de pretensiones objetivas esconde en el fondo una preferencia arbitraria que deroga cualquier intento veraz de esbozar unos derechos humanos extensibles a todos. Igualmente encuentra falaz el hecho de que los derechos humanos encuentre una validez suprapositiva basada en la naturaleza humana. Por el contrario, Habermas defiende que “el fundamentalismo de los derechos humanos no se evita mediante la renuncia a la política de los derechos humanos, sino mediante la transformación –en términos de derecho cosmopolita del estado de la naturaleza entre los Estados en un orden jurídico”.Así pues, el desacuerdo radica en cuestiones de fondo. Y es que el propio planteamiento contextualista elimina toda posibilidad real de conformación de derechos universalistas, supranacionales o postnacionales.
2. Para mas detalles sobre la cuestión de la integración o la asimilación véase Jürgen Habermas, “La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho”, en La inclusión del Otro, Paidós, Barcelona, 1996.
3. McIntyre circunscribe sus esfuerzos reflexivos al ámbito de una comunidad determinada, no obstante, en el mundo actual es imposible omitir el proceso de globalización, cuyas consecuencias políticas parecen apuntar hacia una nuevas formas de comprender las relaciones entre lo global y lo particular. En este sentido, Manuel Castell habla de la bipolarización creciente entre el Estado y las comunidades sociales. Sin embargo,esHabermas quien nos permite interpretar un modo factible de repensar este hecho.Para profundizar sobre las exigencias de interpretar la identidad nacional en términos postnacionales, véase Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales,Tecnos, Madrid,1987.
4. Habermas, La inclusión del Otro ,op.,cit,pp. 210.
5. Vease Ernst Tugendhat, Lecciones de Ética, Gedisa, Barcelona, 1997.
6. Para una mayor profundización en términos de “responsabilidad política” y “responsabilidad personal”, véase Ana Arendt, Responsabilidad y Juicio, Barcelona, 2003. Y para abordar la problemática desde la óptica del derecho, véase Victoria Camps, “La ética y el derecho en el pensamiento contemporáneo”, en Historia de la ética, vol III, Barcelona, 2000.
7. Massini Correas, Construtivismo ético y justicia procedimental en John Rawls,Universidad Nacional Autonoma de Mexico,2004.pp.9.
8. Giulio Adinolfi, “Divergencias fundamentales en la filosofía de la Justicia de Habermas y Rawls” [on-line], Red de revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal, número 15, enero-junio de 2007, http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?¡Cve=18101517[Consulta: 19 de abril de 2008].
9. Ídem.
10. John Rawls, Teoría de la Justicia, Fondo de Cultura Económica, España, 1971, pp. 360.
11. ídem.
12. Aunque aquí Rawls dice menos de lo que podemos extraer, podemos completar que, al fin y al cabo, sus pretensiones de racionalidad en locuciones de equilibrio reflexivo dependen de una cierta noción “tenue” del bien que no puede ser inferida de ninguna premisa. Su método procidemental imperfecto puede darnos razones para participar en el desarrollo y aceptación del mismo, pero no puede más que esperar que como seres racionales y razonables participemos en él. En este sentido, cabría debatir, como hacer Habermas, sobre las posibilidades efectivas que esta presunción secular puede afrontar.No obstante, en este punto cabe simplemente, con la complejidad que ello acarrear, reflexionar sobre la relación entre lo bien y lo justo. Sobre las diferencias entre el bien y lo justo, véase Rawls J., Ibidem, pp.404-410.
13. Véase John Rawls, El liberalismo político,Crítica, Barcelona, 1993. pp. 7-30.
14. Ibidem, pp. 33.
15. Esta noción remite a una concepción anterior del individuo como ser libre e igual, en sentido kantiano. No obstante, damos por sabido dicha reminiscencia para utilizar aquí racional y razonable como vocablos cuasi intercambiables.
16. Véase Rawls J., “El liberalismo político”, op. Cit., Las Facultades de los ciudadanos y su representación.
17. Utilizamos la noción no pública para evitar los prejuicios propios de entender la distinción aquí explicada en términos de espacio privado y público, en relación a la libertad negativa y positiva tan omnipresente. Aquí Rawls intenta evitar dicha identificación y define lo no público como lo concerniente a los fines ("planes de vida")
18. John Rawls, Sobre las libertades, Introducción de Victoria Camps, traducción de Jorge Virgil Rubio, Paidós/ I.C.E. – U.A.B, Barcelona, 1990. pp. 9-27.
19. Véase Victoria Camps, “El neocontractualismo: John Rawls” en Historia de la ética; vol III, Barcelona, 2000.
20. Rawls J., “El liberalismo político”, op. Cit., pp.261.
21. Rawls parece dar prioridad a elementos de cohesión social antes que establecer condiciones de validez. Al referir la validez como algo que pueda ser susceptible de mostrarse públicamente como validad, inválida, a mi modo de ver, las pretensiones que perseguía en la justicia como imparcialidad, para adentrarse en un terreno más arenoso. En este sentido, creo que Habermas con su ética del discurso resuelve mejor posible dificultades en la esfera de las nociones de validez.
22. Mas detalles respecto de esta cuestión figuran en John Rawls, El liberalismo político,Crítica, Barcelona, 1993. pp. 172 y ss.
23. Véase Jesús Rodríguez Zepeta, “Consideraciones finales en la política del consenso”, en La política del consenso: Una lectura crítica de “El Liberalismo de John Rawls”, Anthropos, Barcelona, 2003.
24. Por su parte, Habermas plantea este procedimiento acorde a su teoría comunicativa como una ética del discurso.
25. Véase Haberms J., “La inclusión del Otro”, op., cit, pp. 81-107: citado por Giulio Adinolfi, “Divergencias fundamentales en la filosofía de la Justicia de Habermas y Rawls”, op., cit, pp. 7.
26. Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, traducción de Pere Fabra, Daniel Gamper,Francisco Javier Gil Martín, José Luis López de Lizaga, Pedro Madrigal y Juan Carlos Velazco Paidós, Barcelona, 2005. pp. 136.
27. Véase Ibidem, pp.117.
28. Véase Giulio Adinolfi, op., cit, pp. 8-12.
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