Prejuicios:: La polémica entre Habermas y Flores d’Arcais.

Prejuicios:

11 mar 2011

La polémica entre Habermas y Flores d’Arcais.

3.3 La polémica entre Habermas y Flores d’Arcais.

(Nota: artículo que se postula como continuación de El papel de la religión en la esfera pública. )

La fecundidad del debate mantenido entre estos dos intelectuales y vertido en diferentes publicaciones, de las que aquí tomamos sus traducciones a través de la edición de Claves de la razón práctica, plantean enfoques encontrados a un misma problemática, no siempre bien entendida. Ambos filósofos parten de realidades bien diferentes. Aunque Alemania y España recogen en sus sendas constituciones su carácter aconfesional y plantean pragmáticamente su definición en términos de cooperación con las iglesias y con otras confesiones religiosas, los desarrollos histórico-religiosos de ambos países muestran contextos sociales disímiles. Y es que, poco tiene que ver las crecientes ansias fundamentalistas católicas españolas con la relativa apacibilidad confesional alemana.  De ello se puede advertir, quizás, un punto de partida distinto.
No es extraño, pues, que en naciones de fuerte raigambre católicas como es España e Italia, existan generalizadamente una cierta desconfianza hacia las posturas habermasianas. De esta oposición intelectual da buena cuenta el filósofo italiano con sus “Once tesis contra Habermas”. En ellas, asegura que el republicanismo constitucional de Habermas, erigido sobre los cimientos de la democracia deliberativa, presenta una flagrante contradicción en sus términos; pues pretende armonizar la neutralidad del Estado con el reconocimiento de las razones religiosas como legítimas. Reprocha, sarcásticamente, que la única carga discriminatoria que podrían sufrir los ciudadanos vendría dada por la encomiosa obligación moral de los ciudadanos laicos a cooperar en la traducción de las locuciones religiosas. Traducciones que intentan ocultar la circunstancia decisiva  de que a menudo es imposible encontrar sinónimos laico-religiosos. Además, sostiene que se vuelve evidente que, desde las verdades reveladas, la deliberación es imposible. Lo cual lo lleva a certificar que  “el creyente, en cuanto creyente, no sabe dialogar racionalmente63 Alega, asimismo, que Habermas viola la cláusula “atsi Deus non daretur” para que los sujetos de fe no tengan que renunciar al argumento Dios (lo cual repercutiría en una persecución secularista), sin incurrir en que los ciudadanos laicos también deben abandonar sus presupuestos de autoridad. Según él,  estas antinomias teóricas llevan al filósofo alemán a un atolladero del que intenta salir con la separación entre el dominio político-estatal y el de la opinión pública; desde esta última esfera, el ciudadano religioso podría razonar desde su identidad confesional, mientras que, desde la primera, sólo podría enunciarse en un lenguaje laico.
Retoma la denuncia habermasiana de la “asimetría” secularista, para insistir en su flagrante sin sentido. Para ello trae a colación la afirmación del pensador germano sobre la desigual simetría propiciada a los creyentes por algunas normas liberales sobre el aborto. El intelectual italiano, arremete enérgicamente contra estas presunciones e invierte los términos al considerar que son los no creyentes los que ven coartadas sus libertades desde los postulados eclesiásticos; mientras las leyes occidentales sobre el aborto no obligan a las mujeres a ejercer ese derecho, los apotegmas dogmáticos sí imponen sus valores e instan a todos a someterse a ellos. Flores d´Acais parece interpretar la demanda de Habermas como la imposibilidad del Estado de imponer coercitivamente a los ciudadanos, a quienes garantiza su libertad religiosa, ninguna obligación irreconciliable con su identidad devota. También arremete contra la esfera pública habermasiana, porque entiende que ésta sólo puede ser libre si elimina cualquier argumento-Dios. Tampoco considera que haya que aprender a asumir los puntos de vistas de los demás; pues en ello, en contra de lo que postula Habermas, no se juega la ecuanimidad de la arena pública; “¿Por qué tendríamos que aprender a asumir – y así hacer nuestros- puntos de vista exquisitamente antidemocráticos?64. Y puesto que no se puede prohibir legamente el argumento-Dios, Flores d´Arcais propone someterlo a una censura social similar a las imperantes hoy en día en temas de superioridades raciales o inferioridades sexuales. Propone limitarnos al mínimo denominador y a un voto por cabeza; pues, si bien todas las Verdades  ético-políticas tienen derecho de ser profesadas, no pueden servir como argumentos válidos. Aunque los reproches siguen, es necesario hacer un alto para analizar las objeciones vertidas por el filósofo italiano. En posteriores artículos, el tono empleado parece ser más calmado y, quizás, intelectualmente más productivo. Sin embargo, puede ser esclarecedor tomar aquí estas tesis contra Habermas, en su acento radical, para analizar las principales diferencias y su valor refutativo. En primer lugar, hay que advertir que Flores d´Arcais no parece comprender el motivo que lleva al filósofo de Fráncfort a conceder a las religiones una dimensión pública relevante. Como quedó demostrado en las impugnaciones que Habermas arremetió contra Ratzinger; no cabe sacar una plusvalía religiosa del rechazo de una secularización desencaminada. Pues, esta última, puede conducir, al quebrantar la equidad entre creyentes y laicos,  hacia una pérdida de los lazos de la solidaridad. Pero de ello no se infiere 1) ni la fundamentación del Estado en conceptos pre-políticos; 2) ni la incompatibilidad de la neutralidad estatal con la legítima argumentación, en la esfera pública, de las razones de fe; 3) ni la validación en el discurso público de Verdades absolutas; 4) ni la coacción de los no creyentes por parte de los fieles religiosos.

Como hemos explicado en otros apartados, la fundamentación del Estado vendría dada de forma autosuficiente e independiente desde la creación de legitimidad a partir de la legalidad; en su pretensión procedimental de ser racionalmente aceptable para todos los ciudadanos. Asimismo, la neutralidad quedaría garantizada de dos formas inevitablemente complementarias y necesarias; en primer lugar, por la subordinación del poder estatal secular al imperio del derecho y, por otro, por la participación de una deliberación polifónica y democrática inclusiva. El principio de tolerancia, que ha de dictar qué debe ser permitido y qué no, sería estéril si sólo se enunciara desde un enfoque iuspositivista. Para dotarlo imparcialmente de contenido es preciso someterse a un debate abierto que evite la imposición de una cosmovisión estatal concreta; ya sea la religiosa o la generalización laicista del mundo. Por eso, la secularización del estado debe garantizar, en la esfera pública, un pluralismo que se desarrolle sin trabas y que permita implantar un horizonte de sentido de forma multidimensional.
 Una vez fundamentado el Estado, lo que propone el filósofo alemán es servirse de las fuentes pre-políticas que ofrecen las tradiciones religiosas para desarrollar, dialógicamente, una noción de ciudadanía más solidaria. Una ciudadanía semánticamente creada desde la óptica epistemológica de un nosotros. El Estado trataría de activar a ésta mediante el reparto equitativo de los “pesos psicológicos y mentales” que, de otra manera, podrían sufrir discriminatoriamente los creyentes. Es decir, se acomete la tarea de fomentar la solidaridad  -tan presente en algunas culturas religiosas-  desde la libre intervención en la esfera pública de los afectados; en sus propios lenguajes. Y sobre todo, desde la identidad y necesidades particulares. Por otra parte, la validación de las verdades religiosas y las potenciales coacciones quedarían descartadas gracias a las premisas de la ética discursiva habermasiana. En el principio discursivo “D” se especifica que todas las personas que estén en condiciones de hablar y actuar en el discurso, lo podrán hacer de forma libre. Podrán, igualmente, aseverar y cuestionar cualquier opinión. Complementariamente, mediante la introducción de la noción de universalización “U”, los diferentes individuos tendrán que someterse al ejercicio de una toma de perspectiva mutua que exige, para que la norma sea válida, la aceptación sin coacción de todos los afectados. Así, aunque los ciudadanos de fe utilizasen el argumento Dios, deberían satisfacer el principio de universalidad; no se perdería ninguna posible fuente de sentido y, en todo momento, la validez de la misma quedaría sujeta al consentimiento de los implicados. 

“sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o pudieran encontrar) la aprobación de todos los afectados en tanto que participantes en un discurso práctico” 65

Pero vayamos, como hace el pensador italiano, a un caso práctico; el aborto. Para él, las argumentaciones de Habermas dejan al descubierto las siguientes cuestiones;
¿Acaso no son los laicos lo que tienen que acarrear con una manifiesta inferioridad? ¿No se legitimaría entonces las pretensiones de Ratzinger de sancionar penalmente a toda mujer que aborte? ¿Qué significa que no se les pueda imponer desde el Estado a los religiosos ninguna obligación irreconciliable con su vida devota? ¿Qué no practiquen el aborto o que no se les puede exigir que renuncien a imponérselo a los demás?

Evidentemente, la polémica entonación de las acusaciones no las hace más profundas. Y tratadas desde un enfoque cognitivo tienen poca relevancia. No obstante, merece la pena que demos un pequeño rodeo.
Al indagar sobre el tema del aborto, Rawls nos instaba a someternos a deliberar a partir de valores puramente políticos. Sin embargo, esta exigencia nos conducía; bien a un esfuerzo inasumible por los devotos, bien a un vacío moral incapaz de aportar argumentos válidos de discriminación y elección.  Indudablemente, el primero de los supuestos es el de más relevancia,  y guarda cierta conexión con el segundo.
Los religiosos no pueden traducir sus dogmas sin incurrir, al mismo tiempo, en una pérdida de sentido. Como afirma Habermas, eso sería pedirles lo imposible. Ahora bien, de ahí no se desprende, como apunta Flores d´Arcais, que se impongan legislativamente las Verdades de fe. El problema no se plantea jurídicamente, sino cognitivamente. Rawls había presupuesto de antemano lo que tenía que probar; pues establecía la posibilidad de la traducción a costa de aplastar artificialmente las diferencias. Asimismo, el método del entrecruzamiento se instituía en términos de aceptación y no de aceptabilidad. Es decir, eliminaba de la teoría misma cualquier sentido epistemológico. Y es justamente en este aspecto, en donde se inserta la crítica cognitiva habermasiana. Si acallamos las voces de la esfera política y las domesticamos mediante el uso restringido de la razón pública, tropezaremos con una contaminación secularista del Estado.

la cosmovisión neutral del poder estatal que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión laicista del mundo.66

Pero tampoco se trataría de aplicar la ley del péndulo y pasar a domesticar al Estado mediante el uso preponderante de las intuiciones religiosas; al modo en que Ratzinger enuncia la ética católica como guía moral estatal. La cuestión estriba, contrario sensu, en crear un debate abierto desde donde comprendernos a nosotros mismos y desde el cual construir las leyes coercitivas que nos impelen a todos por igual. En tanto que somos colegisladores y destinatarios de los derechos y deberes que nos son impuestos coercitivamente desde el Estado, debemos escuchar la pluralidad de voces desde sus respectivas realidades. La omisión de dicha regla desiguala las cargas que han de soportar los ciudadanos. Y esto, a su vez, desgasta motivacionalmente  los vínculos sociales. De ahí que, en el caso del aborto, se puedan producir segregaciones hacia los creyentes, si se les impide expresarse desde sus cosmovisiones. Y no hacia los laicos, quienes estarían amparados tanto jurídicamente como discursivamente.
 En cuanto a la segunda pregunta; la división entre la esfera pública y el ámbito rigurosamente político, establece la oportuna distinción entre la consumación de la total positivización del Derecho y el marco deliberativo creador de sentido. Es en el ethos cívico-democrático donde se hace patente la necesidad de calificar a las congregaciones espirituales de comunidades interpretativas válidas. Pues, pueden influir en la opinión y en la voluntad pública con contribuciones notables, emergidas del potencial moral imbricado en las milenarias formas de vidas profesadas. En la esfera pública los ciudadanos de fe no tendrían que traducir sus argumentos, para evitar cualquier pérdida de sentido. No obstante, política- institucionalmente, el éxito de su empresa depende de una traducción que recae sobre quienes puedan asumir cabalmente esa carga; los no creyentes y los creyentes que no se sientan perjudicados, en su calidad de feligreses. Por tanto, las doctrinas que amparan la imposición penal de abortar, chocarían en primer lugar con las normas del discurso y, en segundo lugar, con la positivización del derecho.
Las últimas interrogantes parecen desdibujar una aseveración que se restringe al ámbito deliberativo de la plaza pública; el Estado no puede pedirles a los religiosos que se sometan a la esquizoide tarea de enunciarse desde fuera de sí mismos. Legislativamente, todos somos ciudadanos de un Estado al que debemos reconocer el uso legítimo de la violencia.

Ahora bien; si el filósofo alemán criticaba precisamente a Rawls el que no se podía pedir a los creyentes que tradujeran a valores políticos sus ideas de fe, ¿Cómo podemos afrontar la petición habermasiana de traducir dichas doctrinas en las esferas estatales? Porque tanto el ejercicio de la traducción como su ubicación estructural se sitúan desde perspectivas diferentes. No es el religioso quien se tiene que desdoblarse cognitivamente para acometer la tarea de la transcripción, sino el laico. Tampoco se sitúa ese ejercicio en el ámbito privado; si bien Rawls habla de la estipulación, es quién emite los argumentos comprehensivos quien asume su conversión secular, desde el << yo>>. Con ello, se corre el peligro de la pérdida de sentido; o el religioso se queda mudo ante la imposibilidad de dicha labor, o la traducción elimina posibles fuentes de sentido. Y en cualquier caso, el enfoque sigue siendo el mismo; la perspectiva del participante con la del observador. Desatendiendo exactamente lo que se quiere lograr; un nosotros que aproveche el potencial cognitivo de la multiplicidad. Una vez asumido la perspectiva de los demás podremos establecer secularmente las leyes coercitivas que nos obligan a todos.
Pero ¿hemos cometido una incoherencia en cuanto a la simetría? ¿Si el ateo, el agnóstico o el escéptico han de acometer la traducción, no cargan injustamente con un peso adicional? Una vez más, la interpelación se desprende de aquello que precisamente se reclama, el ejercicio cognitivo. Todos hemos de hacer el esfuerzo de dirigirnos hacia el otro, y este esfuerzo no es cuantificable. Sólo el creyente asume la disimetría en el caso estudiado porque precisamente no puede, no porque le cueste mucho o porque deba invertir muchas horas.  Si el laico ha de asumir ese papel es porque en su mismo ejercicio  no encuentra una digresión de su identidad.
Siendo benevolentes con las pretendidas refutaciones de Flores d´Arcais, cabe subrayar que traen a colación un problema evidente y que él embiste desde una reflexión entendida en términos de movimientos sociales; el creciente fundamentalismo que recorre Italia, España y Estados Unidos.
Las divergencias también se deducen, desde una perspectiva epistemológica, por las diferencias de partida; mientras Habermas sigue la línea de la razón hegeliana, Flores d´Arcais arremete contra ella. Es decir, el alemán considera que la razón ilustrada tiene su origen en otra cosa. En este contexto, no estaría en disposición de asegurar que el potencial semántico de las religiones estuviera ya agotado, y por eso, debería reconocerle un estatus epistémico no irracional a la fe, pues no puede privarse de posibles fuentes de sentido. Justo en contra, el italiano considera que ante las carencias cognitivas de la modernidad sólo hace falta más ilustración. Las democracias contemporáneas no necesitarían una autocrítica de la razón ilustrada, sino su cumplimiento integro. Por eso,  dice que no debemos ponernos en el lugar del otro, sino remitirnos  a un voto por cabeza y a mejorar las condiciones materiales de la democracia. Pero con ello, renuncia al carácter deliberativo del que parte Habermas.   

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